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Roberto López-Geissmann.

Aparte de mi familia y mis seres queridos, amo profundamente los paisajes, siendo para mi más valiosos que el oro –principalmente las vistas de lagos y montañas; la frescura, las cabañas de troncos; café, licorcito, pipa y un buen perro; la buena comida y los viajes. Así los libros, películas y el arte de la conversación.

Escribo novela y cuento; soy creativo. Estudié con los Maristas. He sido diplomático, asesor de seguridad, profesor universitario y periodista. Dos carreras universitarias. Me declaro en total orgullo y apoyo de la civilización occidental cristiana. Suelo estar por lo políticamente incorrecto, pero igual lo tradicional como sabiduría. Tengo la firme convicción de que la humanidad ha sido y está siendo atacada por ideas y personas malignas. Debemos protegernos.

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miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL DESEMBARCO Ó EL CAMPAMENTO DE LOS SANTOS


      Hace un tiempo publiqué en este blog un artículo sobre El campamento de los santos, editado recientemente como El desembarco, de Jean Raspail. Abundo ahora con un tema de absoluta sobrevivencia.
PORTADA DE LA 1ª EDICIÓN EN ESPAÑOL

El Campamento de los Santos
Edic. Ojeda, 2003 nueva ed. Como El Desembarco

El libro apocalíptico “El campo de los Santos” a pesar de estar editado en 1.973 por el Francés Jean Raspail, lo podemos reubicar a la actualidad reciente.
   Una novela que hace más de 30 años anticipa el fenómeno inmigratorio hacia Europa y presagiaba la caída de Occidente ante los nuevos tótems erigidos en honor de la multiculturalidad y la hermandad universal.
Lo que nos pretende transmitir Raspail no es la superioridad de la raza blanca –simpleza a la que inmediatamente se aferran los amantes de lo políticamente correcto- sino el orgullo de un legado cultural de más de mil años que estamos dilapidando con la complicidad autodestructiva del nihilismo globalizado.
“El campamento de los Santos”
En esta profética novela, el autor nos plantea un dilema de gran actualidad y que resuelve él mismo con una trama predeterminada por la decadencia ideológica de Occidente. ¿Qué pasaría si un millón de indios arribasen al unísono a las costas europeas?
La respuesta se encuentra en el interior de la Bestia. Así, en el capítulo xx del Apocalipsis de San Juan se profetiza: «Cuando se hubieran acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión, y saldrá a extraviar a las naciones que moran en los cuatro ángulos de la Tierra, a Gog y a Magog, y reunirlos para la guerra, cuyo ejército será como las arenas del mar. Subirán sobre la anchura de la Tierra cercarán el campamento de los santos y la ciudad amada».
En este ambiente sulfúreo es en el que se desarrollan las vivencias de los personajes que aguardan el advenimiento de un nuevo orden; unos mansamente o incluso con reverencial adoración, y, otros, con instinto refractario de quien observa su mundo desmoronarse bajo sus propios pies.
Las inconsistentes murallas de arena que protegen el reino de Occidente se derrumban por efecto del desgarrador grito, mezcla de júbilo y desesperación, que profieren los pacíficos asaltantes que arriban al paraíso donde manan las fuentes de leche y miel.

La hidra de cabezas innúmeras, que representa a los desheredados de la Tierra, será guiada por una figura central a lo largo del decurso de los acontecimientos: el amasador de boñigas (bosta). Transportando su hijo deforme en sus hediondas manos, cual fruto monstruoso de una tierra yerma, el constructor de ladrillos de fiemo (estiércol) arengará a las masas con su ecumenismo planetario para fletar su expedición de famélicos hacia el Campamento de los Santos y la Ciudad amada.
Así, el India Star y otros 99 barcos más partirán hacia la tierra prometida a tomar posesión del reino de Jesús. Es el fin del tiempo de los mil años.
Raspail nos confronta a la realidad descarnada de un Occidente ahíto e ideológicamente desarmado, incapaz de hacer frente a una flota pacífica que desborda el Ganges y que invade su reino con su simiente. La Bestia habría jurado la destrucción de Occidente y para ello mueve los hilos de una corriente de pensamiento monolítica e impermeable a todo contrapunto. Con su ejército de curas-laicos controla las mentes de sus adormecidos ciudadanos que siguen hipnotizados a sus flautistas de Hamelín. Es el nihilismo sobre el que nos previno Dostoievski.
Occidente ha llegado a depreciarse. Por influjo de un victimismo que alimenta las calderas de la compasión, el hombre blanco rehúye su condición y rechaza su herencia. El orgullo de toda una civilización ha sido sustituido por una caridad desenfrenada, progenie de una conciencia global que ha domeñado nuestras almas y las conduce hacia el lóbrego abismo suicida. El pesimismo respecto al declinar de Occidente, presente también en Spengler u Ortega, encuentra su fundamento en la pérdida de la confianza en el individuo; en la pérdida de la fe en los valores tradicionales del hombre blanco; en la pérdida del amor a lo que nuestra cultura representa.
Es el pecado contra uno mismo bajo la presión de una masa informe que ha convertido la pobreza en su estandarte. Una masa movida no por el ánimo de vencer a la pobreza sino de huir de ella. Vano intento que sólo conseguirá propagar la peste de Tucídides al paraíso de alma marmórea.
No es racismo lo que destila esta novela sino un desgarrado llamamiento a conservar nuestra identidad, a preservar nuestro futuro, a defender instintivamente lo nuestro frente a los lúbricos deseos del igualitarismo que todo lo impregna con sus nauseabundas emanaciones. El ser blanco no es una cuestión de piel, sino un estado anímico. Es una denuncia contra el pensamiento global que ha secuestrado nuestro intelecto en nombre de la fraternidad mundial; que ha castrado nuestra capacidad de reaccionar frente a agresiones exteriores sutilmente pacíficas.
Los predicadores de la mentira, los nuevos curas mediáticos, nos venden generosidad a raudales, arrumbando a todo el que no se pliega a su verbosidad. La opinión pública se entrega fervorosamente a esa nueva religión laica que precede la llegada de la Bestia. Serán los iconos mediáticos de esa conciencia humanitaria mundial los primeros en sucumbir a las fauces del monstruo que no distingue los méritos de su ejército de voceros y quintacolumnistas, y que todo lo engulle en su insaciable sed de destrucción.
El desembarco de la muchedumbre espantosamente miserable provoca la huida de los habitantes del Midi  francés, sur de Francia y sus playas, que temen a la serpiente multiforme desparramada por los barcos supervivientes de la fantasmagórica travesía.
El ejército huye despavorido por la monstruosidad de la miseria que acompaña a los nuevos colonos; muchos soldados abrazan la fe fraternal y se unen a las bandas de sans-culottes improvisadas, dispuestas a precipitar el nuevo orden.
La Iglesia y el Ejército son derrotados bajo la guadaña del amor fraternal a lo colectivo que tanto han predicado. Aquellos inmigrantes instalados en el país se rebelan contra sus antiguos dueños.

Han aprendido a odiar a Occidente porque la conciencia global del mundo exige que odie todo eso, como dirá un musulmán asimilado al principio de la narración; odio que se extiende a todo lo que Occidente representa. Las cárceles asaltadas vomitan los presos que se unirán a la orgía de voluptuosidad desencadenada por la revolución igualitaria en marcha. Todo se comparte, nada se respeta.
Todos ellos se unen a los saqueadores de ultramar que, cuáles mesnadas de Alarico ordeñando las ubres de la loba romana, traspasan las murallas del paraíso con su aterradora presencia para saciar su hambre infinita. Ya sólo tienen que estirar el brazo y servirse la fruta madura suspendida del árbol de la abundancia.
Unos pocos se resisten a dejarse arrastrar por la marea humana y plantan cara a la Bestia, haciendo refulgir sus pequeñas victorias pírricas en la negritud de la miseria moral que prosigue su inevitable avance. El Cónsul Belga en Calcuta, el viejo profesor Calguès, el coronel Dragasès, el capitán de la marina genocida Notaras, el editor Machefer, el indio renegado Hamadura, todos ellos, mártires del fin de una era, inmolados en nombre del mito de la fraternidad. En un último esfuerzo tratan de reconstituir la legalidad vigente, de recrear sus instituciones, de revivir glorias pasadas, antes de sucumbir a manos de sus propios compatriotas.
Sinopsis:
Este libro, recientemente reeditado, conserva un público de culto entre quienes indagan en los problemas planteados por la globalización y, en especial, entre los expertos en cuestiones de migración.
Sus 51 capítulos suelen revivir en el debate cuando algún episodio de mucha visibilidad, como el reciente asalto migratorio africano en Melilla, nos recuerda que el futuro que la novela intentaba anticipar puede estar ya entre nosotros.
La trama es sencilla hasta lo dramático. La crisis internacional que la desata es una hambruna en la India. Una de las respuestas confusas de Occidente corre por cuenta de Bélgica que decide recibir un número limitado de niños indios para rescatarlos de la condena, pero rápidamente revisa su generosidad en medio de escenas de multitudes apiñadas frente a las oficinas diplomáticas belgas intentando poner a sus hijos a salvo.
La desesperación encuentra su voz en un anónimo “intocable” que llama a la gente a migrar. “Las naciones se están alzando en los cuatro rincones del planeta”, les dice, “y su número es igual a las arenas de los mares”. “Marcharán sobre la ancha tierra y rodearán el campo de los santos”, profetiza. Y así sucede.
No menos de un millón de indios famélicos se apropia de embarcaciones en los puertos e inicia —en improvisada flota— un viaje incierto y de muerte que sólo se detiene frente a las costas francesas.
Un desorientado presidente de ficción enfrenta el mismo dilema que ahora aqueja circunstancialmente a José Luis Rodríguez Zapatero. Después de agonizar largamente en la duda, ordena finalmente impedir el desembarco haciendo que su Armada cañonee los buques y que sus soldados disparen sobre la desesperación.
Es demasiado tarde. El autor, a quien interesa más las respuestas posibles de Francia que el desafío imaginario, narra cómo los franceses abandonan sus hogares en el sur del país y las filas militares son diezmadas por la deserción, generada porque el hambre y la miseria humanas son mal enemigo para enfrentar dignamente sólo con plomo.
En esto, la novela se asocia con el testimonio de un anónimo soldado español que, en crónicas periodísticas, fue citado esta semana en Melilla diciendo: “Si cargan yo no disparo, me hago a un lado”. Lo de Francia es sólo el comienzo de una nueva épica de los desposeídos.
En el resto de la geografía planetaria de la pobreza este resultado actúa como señal de largada para otras, múltiples, interminables, invasiones al “campo de los santos”, una alusión al Apocalipsis según San Juan.
El planteo de Raspail es, en verdad, tan reaccionario como inteligente. No sólo traza el conflicto en términos de raza —piel oscura contra blanca—, sino que lo que denuncia son los valores del humanismo occidental presuntamente llevados al extremo de la locura: con un cerebro colectivo que parece contar con sólo dos hemisferios —uno dominado por la culpa y otro obsesionado por eludir el racismo— Occidente se condena a si mismo por tolerancia.
El hambre de cientos de millones de indios no es más que una anécdota que gatilla el derrumbe. Aunque la novela aparece como una reacción a los valores en auge en la época —es una forma de respuesta al impacto del rebelde mayo francés del 68—, Raspail ha mantenido su enfoque en años posteriores: en un polémico artículo de 1985 —escrito junto con un demógrafo— anunció la muerte inminente de la cultura francesa arrasada por la inmigración.
El problema se ha vuelto más grave —era casi inexistente como tal en 1973— y mucho de la cultura de tolerancia occidental se ha diluido en el miedo que ahora le infunde “el otro”.
Raspail no se encuentra casi solo como entonces; uno puede hallar autores como Robert D. Kaplan augurando el caos de un colapso generalizado de estados-nación en Africa, o Samuel Huntington abogando con fuerza contra el crecimiento de la población hispana que, asegura, pone en riesgo la supervivencia de la identidad cultural estadounidense.
Las características de los migrantes de hoy desafían patrones tradicionales. Antes —siglo XIX y comienzos del XX— los que buscaban el mundo exterior estaban entre aquellos mejor informados y mejor equipados para sobrevivir en un medio nuevo. Los africanos que saltaron sobre los alambrados en Melilla no están en la cima de esa hipotética pirámide de la migración.
Esta misma semana, junto con las imágenes desoladoras de Melilla, se conoció el primer informe de la Comisión Global sobre Migración Internacional que, hace dos años, creo la ONU. De las 33 recomendaciones del grupo de 19 expertos, hay una —quizá la más importante— que haría poner los pelos de punta en la cabeza de Raspail y otros como él. Hay que promover más migraciones del mundo subdesarrollado al mundo rico, dijo. Es beneficioso para ambos términos de la ecuación, afirmó.
El texto, sin embargo, tuvo ecos diferentes a los imaginados por sus autores. En Inglaterra, por ejemplo, el hecho de que el informe revelara que unos 100.000 inmigrantes no documentados arriban anualmente movió a la oposición al gobierno —embarcado ya en una ofensiva jurídico-policial contra el extranjero— a reclamar que se redoblen esfuerzos para detener la corriente.
Quizá el escenario que anticipó Raspail sea algo inevitable. Un 3% de la humanidad vive ya en un país diferente al de origen —el doble del hace 25 años— y el dinero que envía a los que quedaron atrás está calculado en unos 800.000 millones de dólares anuales, casi lo mismo que recibe el mundo subdesarrollado como inversión directa.
La realidad plantea un interrogante extremo a la versión rosa en la que están empecinados los profetas de la globalización. Hasta hora, ni muestra los frutos de un derrame de la nueva riqueza. Ni reduce las asimetrías. Ni aproxima a los distintos, apenas si los hacina.

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