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Roberto López-Geissmann.

Aparte de mi familia y mis seres queridos, amo profundamente los paisajes, siendo para mi más valiosos que el oro –principalmente las vistas de lagos y montañas; la frescura, las cabañas de troncos; café, licorcito, pipa y un buen perro; la buena comida y los viajes. Así los libros, películas y el arte de la conversación.

Escribo novela y cuento; soy creativo. Estudié con los Maristas. He sido diplomático, asesor de seguridad, profesor universitario y periodista. Dos carreras universitarias. Me declaro en total orgullo y apoyo de la civilización occidental cristiana. Suelo estar por lo políticamente incorrecto, pero igual lo tradicional como sabiduría. Tengo la firme convicción de que la humanidad ha sido y está siendo atacada por ideas y personas malignas. Debemos protegernos.

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domingo, 21 de agosto de 2016

BRINDEMOS, AMIGOS MÍOS

¡BRINDEMOS, AMIGOS MÍOS!

   Comencemos diciendo ¡SALUD! Lo haré yo con mi amado whisky, bienvenido lo que sea que eleven, pues lo importante es el buen deseo y la amistad.

   Afirmo, con Alex Solar que “Nunca he confiado demasiado en los abstemios. Tampoco en los borrachos estúpidos y violentos, por supuesto. Me quedo con los innumerables amigos y conocidos con quienes he bebido, por puro placer, en las tabernas del mundo.” 



   Este escrito no es propiamente un elogio de la bebida y menos de la ebriedad, pero quiere igualmente distanciarse de aquel sentimiento del fanático meapilas o de la matrona amargada que quiere acercar a la iglesia  -cualquier iglesia –al marido, para que se aparte del vicio (como si fuera sucursal de los AA) y que a menudo no son sino aburridos y represores personajes, que ellos provocan a sus gentes cercanas el descontrol etílico.
   Conozco a una señora que es incapaz de deleitarse con una deliciosa repostería porque contiene en su relleno una leve cantidad de alcohol y –manifiesta ella: -sería caer en la tentación y podría afectarme físicamente (la anécdota es real). Pero dejando excentricidades, por decirlo así, de lado, manifiesto acá el disgusto que se resiente –estoy seguro de no ser el único en esto –cuando escuchamos las declaraciones solemnes y hasta pomposas de “caballeros” a los que, cuando se les ofrece un trago, elevan la voz y con orgullo digno de mayores hazañas expresan: -¡Yo no bebo! –como si fuera una confesión de genialidad, combinada con la confirmación de ser un santo o mártir, por la que debiéramos quedar anonadados. ¡Cuánta fatuidad y cuánto orgullo! Una copa de aperitivo, un par de cervezas o vinos regando comidas –piense en mariscos en especial –un digestivo o los cócteles preparados, sin mencionar las bebidas fuertes como mi favorito el whisky… negar esta práctica no es sólo descender varios peldaños del proceso dilecto del civilizado culto –y claro está que también el espíritu comunitario del bar español, el bistró francés o el pub inglés (para sólo mencionar algunos) sino perseguir una forma de alegría, el departir social en múltiples ambientes, el que no es de por sí nefasto sino simpático y agradable. Hasta S. Juan Bosco, aludiendo a tomar vino aguado dijo: “He renunciado al diablo, pero no a sus pompas”. Aclaremos, antes de continuar, nuestro punto.
   Pues no se trata en absoluto de promover la bebida sin control y el ambiente crapuloso, versión vulgar o señoritinga igual, que lo acompaña y las trágicas consecuencias para el enfermo alcohólico (ente real que nos merece compasión). No elogio la ebriedad –como sí lo hacen cualquier número de escritores, que incluso dicen despreciar el equilibrio y moderación –sino me adhiero al control de sí, que maneja con arte la ingesta de bebidas espirituosas, aceptando eventualmente un sobrepase por medidas especiales más allá del simple gusto. Por ello, cuando un hijo de vecino me dice: -Yo no bebo -, en términos generales me da lástima, en el buen y auténtico sentido, no con desprecio sino con sincero lamento de que el señor no pueda gozar de ello porque, como dicen “se terminó su cuota”, pero cuidado camaradas, porque pudiese ser que esa negativa sea completamente válida porque se trate de alguien que padece de la “enfermedad de alcoholismo” (que es cosa seria) y Dios nos guarde de inducirlo a recaer, lo que sería un acto irreflexivo cuanto que no un acto vil. Respetos en fin al que no cae en gazmoñerías ni mentecateces, pero cree él sinceramente en el hecho de la abstención de la bebida “hasta con el mínimo piquete”. Sigamos adelante.

“Puedes beber en cualquier sitio, pero no te escondas jamás. Si te escondes, serás como el muslo de la mujer que no se quitó la camisa ni siquiera en la noche de boda. Serás taimado, ciego y perverso… Di siempre: -Ahora me estoy tomando un vino. No reniegues de ti mismo y entonces no habrá ya nada que pueda perjudicarte… Sobre todo no reniegues del amor. Ni del vino”. Bela Hamvas.



   Confesaré un hecho que acaso no sea tan “chic”, pero lo siento mucho es totalmente auténtico: prefiero un mal whisky a un excelente vodka o cualquier otra bebida. Tomado del blog (sintetizado) The art of manliness, sobre mi querido Whisky:
Beber whisky escocés como debe ser es más que una satisfacción: es un brindis por la civilización, un tributo a la continuidad de la cultura, un manifiesto a la determinación del hombre para utilizar los recursos de la naturaleza para refrescar su mente y cuerpo, disfrutando utilizar cada uno de los cinco sentidos que le han sido otorgados.” -David Daiches.


   No otro espíritu ha sido asociado con la masculinidad como el whisky escocés. Ya sea el golpe que te da al probarlo o el proceso del cual se saca de la cebada y el agua, el whisky ha mantenido un lugar importante en la vida de muchos tipos de hombre: desde reyes, creadores y hasta titanes de la industria. Lo que separa el whisky escocés de otras bebidas alcohólicas no solo es su rica historia (Para ser escocés, un whisky debe ser destilado y madurado en Escocia), sino también lo que todos los hombres que lo beben tienen en común.
El hombre que bebe whisky escocés es usualmente alguien que va por la vida, saboreando nuevos retos y realizando descubrimientos todos los días. No se conforma con beber algo solo porque se encuentra a su alcance. Pocos hombres beben whisky para embriagarse. Primero que todo, es demasiado costoso, la botella más barata puede costar hasta 40 dólares. Pero la razón más importante, es que cada botella de whisky tiene tanta historia, tradición y atención al detalle que los hombres que la beben no solo están ingiriendo una bebida, también están participando en la celebración de artesanía y los placeres más profundos que la vida puede ofrecer.
Convertirse en un consumidor de whisky escocés toma algo de trabajo y madurez en la lengua. El joven que se aventura hacia su primer rodeo con este elixir histórico suele sucumbir ante su potencia y concentración de alcohol. Pero al regresar una segunda y tercera vez, empieza a entender lo que hace al whisky atrayente y agradable. Al desarrollar un gusto por el whisky, te estás embarcando en un viaje que durará toda la vida, que lo llevará por las aguas cristalinas del río Spey, las verdes y hermosas tierras altas, la Isla de Jura descrita por George Orwell como “un lugar difícil de alcanzar”  y varias partes de Escocia donde los destiladores gustan decir que el whisky  es “tan bueno como la vida solía ser”.
Para verdaderamente apreciar un whisky escocés, un hombre debe comprender su rica historia y el proceso que transforma la cebada ordinaria en una bebida sin igual.


“Considerar la embriaguez como algo pecaminosamente malo en sí mismo es cosa propia de comunidades frígidas y civilizaciones sin gracia. Otros pueblos, sin embargo, ni siquiera han sospechado que los excesos de la bebida pudiesen despertar virtuosos escándalos. Stevenson, por ejemplo, comenta que nunca le oyó proferir a su abuela escocesa nada más duro contra el alcohol que esta sabia prevención: "¡Cuidado con la bebida, hijos míos, porque puede llevar al vicio!". Por supuesto que en todo caso la embriaguez, aun aceptada como algo perfectamente natural y lícito, suele resultar ocasionalmente torpe, inconveniente, sucia, fastidiosa, poco oportuna, ridícula, monótona, etc. ¿Pero no ocurre lo mismo con el amor? ¿O con la sabiduría? ¿O incluso con la justicia? ¿Y no es también cierto que amor, sabiduría o justicia pueden degenerar en vicio, con repercusiones quizás aún más indeseables que las de la bebida?” Fernando Savater.

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