Hace un tiempo publiqué en este blog un artículo
sobre El campamento de los santos,
editado recientemente como El desembarco,
de Jean Raspail. Abundo ahora con un tema de absoluta sobrevivencia.
|
PORTADA DE LA 1ª EDICIÓN EN ESPAÑOL |
El Campamento de los Santos
Edic.
Ojeda, 2003 nueva ed. Como El Desembarco
El libro apocalíptico “El campo de los Santos” a pesar de estar
editado en 1.973 por el Francés Jean Raspail, lo podemos reubicar a la
actualidad reciente.
Una novela que hace más
de 30 años anticipa el fenómeno inmigratorio hacia Europa y presagiaba la caída
de Occidente ante los nuevos tótems erigidos en honor de la multiculturalidad y
la hermandad universal.
Lo que nos pretende transmitir Raspail no es la superioridad de
la raza blanca –simpleza a la que inmediatamente se aferran los amantes de lo
políticamente correcto- sino el orgullo de un legado cultural de más de mil
años que estamos dilapidando con la complicidad autodestructiva del nihilismo
globalizado.
“El campamento de los Santos”
En esta profética novela, el autor nos plantea un dilema de gran
actualidad y que resuelve él mismo con una trama predeterminada por la
decadencia ideológica de Occidente. ¿Qué pasaría si un millón de indios
arribasen al unísono a las costas europeas?
La respuesta se encuentra en el interior de la Bestia. Así, en
el capítulo xx del Apocalipsis de San Juan se profetiza: «Cuando se hubieran
acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión, y saldrá a extraviar
a las naciones que moran en los cuatro ángulos de la Tierra, a Gog y a Magog, y
reunirlos para la guerra, cuyo ejército será como las arenas del mar. Subirán
sobre la anchura de la Tierra cercarán el campamento de los santos y la ciudad
amada».
En este
ambiente sulfúreo es en el que se desarrollan las vivencias de los personajes
que aguardan el advenimiento de un nuevo orden; unos mansamente o incluso con
reverencial adoración, y, otros, con instinto refractario de quien observa su
mundo desmoronarse bajo sus propios pies.
Las inconsistentes murallas de arena que protegen el reino de
Occidente se derrumban por efecto del desgarrador grito, mezcla de júbilo y
desesperación, que profieren los pacíficos asaltantes que arriban al paraíso
donde manan las fuentes de leche y miel.
La hidra de cabezas innúmeras, que representa a los desheredados de la Tierra,
será guiada por una figura central a lo largo del decurso de los
acontecimientos: el amasador de boñigas (bosta). Transportando su hijo deforme
en sus hediondas manos, cual fruto monstruoso de una tierra yerma, el
constructor de ladrillos de fiemo (estiércol) arengará a las masas con su
ecumenismo planetario para fletar su expedición de famélicos hacia el
Campamento de los Santos y la Ciudad amada.
Así, el India Star y otros 99 barcos más partirán hacia la tierra prometida a
tomar posesión del reino de Jesús. Es el fin del tiempo de los mil años.
Raspail nos confronta a la realidad descarnada de un Occidente
ahíto e ideológicamente desarmado, incapaz de hacer frente a una flota pacífica
que desborda el Ganges y que invade su reino con su simiente. La Bestia habría
jurado la destrucción de Occidente y para ello mueve los hilos de una corriente
de pensamiento monolítica e impermeable a todo contrapunto. Con su ejército de
curas-laicos controla las mentes de sus adormecidos ciudadanos que siguen
hipnotizados a sus flautistas de Hamelín. Es el nihilismo sobre el que nos
previno Dostoievski.
Occidente
ha llegado a depreciarse. Por influjo de un victimismo que alimenta las
calderas de la compasión, el hombre blanco rehúye su condición y rechaza su
herencia. El orgullo de toda una civilización ha sido sustituido por una
caridad desenfrenada, progenie de una conciencia global que ha domeñado
nuestras almas y las conduce hacia el lóbrego abismo suicida. El pesimismo
respecto al declinar de Occidente, presente también en Spengler u Ortega,
encuentra su fundamento en la pérdida de la confianza en el individuo; en la
pérdida de la fe en los valores tradicionales del hombre blanco; en la pérdida
del amor a lo que nuestra cultura representa.
Es el pecado contra uno mismo bajo la presión de una masa informe que ha
convertido la pobreza en su estandarte. Una masa movida no por el ánimo de vencer
a la pobreza sino de huir de ella. Vano intento que sólo conseguirá propagar la
peste de Tucídides al paraíso de alma marmórea.
No es racismo lo que destila esta novela sino un desgarrado
llamamiento a conservar nuestra identidad, a preservar nuestro futuro, a
defender instintivamente lo nuestro frente a los lúbricos deseos del
igualitarismo que todo lo impregna con sus nauseabundas emanaciones. El ser
blanco no es una cuestión de piel, sino un estado anímico. Es una denuncia
contra el pensamiento global que ha secuestrado nuestro intelecto en nombre de
la fraternidad mundial; que ha castrado nuestra capacidad de reaccionar frente
a agresiones exteriores sutilmente pacíficas.
Los predicadores de la mentira, los nuevos curas mediáticos, nos
venden generosidad a raudales, arrumbando a todo el que no se pliega a su
verbosidad. La opinión pública se entrega fervorosamente a esa nueva religión
laica que precede la llegada de la Bestia. Serán los iconos mediáticos de esa
conciencia humanitaria mundial los primeros en sucumbir a las fauces del
monstruo que no distingue los méritos de su ejército de voceros y
quintacolumnistas, y que todo lo engulle en su insaciable sed de destrucción.
El
desembarco de la muchedumbre espantosamente miserable provoca la huida de los
habitantes del Midi francés, sur de
Francia y sus playas, que temen a la serpiente multiforme desparramada por los
barcos supervivientes de la fantasmagórica travesía.
El ejército huye despavorido por la monstruosidad de la miseria que acompaña a
los nuevos colonos; muchos soldados abrazan la fe fraternal y se unen a las
bandas de sans-culottes improvisadas, dispuestas a precipitar el nuevo orden.
La Iglesia y el Ejército son derrotados bajo la guadaña del amor fraternal a lo
colectivo que tanto han predicado. Aquellos inmigrantes instalados en el país
se rebelan contra sus antiguos dueños.
Han
aprendido a odiar a Occidente porque la conciencia global del mundo exige que
odie todo eso, como dirá un musulmán asimilado al principio de la narración;
odio que se extiende a todo lo que Occidente representa. Las cárceles asaltadas vomitan los
presos que se unirán a la orgía de voluptuosidad desencadenada por la
revolución igualitaria en marcha. Todo se comparte, nada se respeta.
Todos ellos se unen a los saqueadores de ultramar que, cuáles mesnadas de
Alarico ordeñando las ubres de la loba romana, traspasan las murallas del
paraíso con su aterradora presencia para saciar su hambre infinita. Ya sólo
tienen que estirar el brazo y servirse la fruta madura suspendida del árbol de
la abundancia.
Unos pocos se resisten a dejarse arrastrar por la marea humana y
plantan cara a la Bestia, haciendo refulgir sus pequeñas victorias pírricas en
la negritud de la miseria moral que prosigue su inevitable avance. El Cónsul
Belga en Calcuta, el viejo profesor Calguès, el coronel Dragasès, el capitán de
la marina genocida Notaras, el editor Machefer, el indio renegado Hamadura,
todos ellos, mártires del fin de una era, inmolados en nombre del mito de la
fraternidad. En un último esfuerzo tratan de reconstituir la legalidad vigente,
de recrear sus instituciones, de revivir glorias pasadas, antes de sucumbir a
manos de sus propios compatriotas.
Sinopsis:
Este libro, recientemente reeditado, conserva un público de
culto entre quienes indagan en los problemas planteados por la globalización y,
en especial, entre los expertos en cuestiones de migración.
Sus 51 capítulos suelen revivir en el debate cuando algún
episodio de mucha visibilidad, como el reciente asalto migratorio africano en
Melilla, nos recuerda que el futuro que la novela intentaba anticipar puede
estar ya entre nosotros.
La trama es sencilla hasta lo dramático. La crisis internacional
que la desata es una hambruna en la India. Una de las respuestas confusas de
Occidente corre por cuenta de Bélgica que decide recibir un número limitado de
niños indios para rescatarlos de la condena, pero rápidamente revisa su
generosidad en medio de escenas de multitudes apiñadas frente a las oficinas
diplomáticas belgas intentando poner a sus hijos a salvo.
La desesperación encuentra su voz en un anónimo “intocable” que
llama a la gente a migrar. “Las naciones se están alzando en los cuatro
rincones del planeta”, les dice, “y su número es igual a las arenas de los
mares”. “Marcharán sobre la ancha tierra y rodearán el campo de los santos”,
profetiza. Y así sucede.
No menos de un millón de indios famélicos se apropia de
embarcaciones en los puertos e inicia —en improvisada flota— un viaje incierto
y de muerte que sólo se detiene frente a las costas francesas.
Un desorientado presidente de ficción enfrenta el mismo dilema
que ahora aqueja circunstancialmente a José Luis Rodríguez Zapatero. Después de
agonizar largamente en la duda, ordena finalmente impedir el desembarco
haciendo que su Armada cañonee los buques y que sus soldados disparen sobre la
desesperación.
Es demasiado tarde. El autor, a quien interesa más las
respuestas posibles de Francia que el desafío imaginario, narra cómo los franceses
abandonan sus hogares en el sur del país y las filas militares son diezmadas
por la deserción, generada porque el hambre y la miseria humanas son mal
enemigo para enfrentar dignamente sólo con plomo.
En esto, la novela se asocia con el testimonio de un anónimo
soldado español que, en crónicas periodísticas, fue citado esta semana en
Melilla diciendo: “Si cargan yo no disparo, me hago a un lado”. Lo de Francia
es sólo el comienzo de una nueva épica de los desposeídos.
En el resto de la geografía planetaria de la pobreza este
resultado actúa como señal de largada para otras, múltiples, interminables,
invasiones al “campo de los santos”, una alusión al Apocalipsis según San Juan.
El planteo de Raspail es, en verdad, tan reaccionario como
inteligente. No sólo traza el conflicto en términos de raza —piel oscura contra
blanca—, sino que lo que denuncia son los valores del humanismo occidental
presuntamente llevados al extremo de la locura: con un cerebro colectivo que
parece contar con sólo dos hemisferios —uno dominado por la culpa y otro
obsesionado por eludir el racismo— Occidente se condena a si mismo por
tolerancia.
El hambre de cientos de millones de indios no es más que una
anécdota que gatilla el derrumbe. Aunque la novela aparece como una reacción a
los valores en auge en la época —es una forma de respuesta al impacto del
rebelde mayo francés del 68—, Raspail ha mantenido su enfoque en años
posteriores: en un polémico artículo de 1985 —escrito junto con un demógrafo—
anunció la muerte inminente de la cultura francesa arrasada por la inmigración.
El problema se ha vuelto más grave —era casi inexistente como
tal en 1973— y mucho de la cultura de tolerancia occidental se ha diluido en el
miedo que ahora le infunde “el otro”.
Raspail no se encuentra casi solo como entonces; uno puede hallar autores como
Robert D. Kaplan augurando el caos de un colapso generalizado de estados-nación
en Africa, o Samuel Huntington abogando con fuerza contra el crecimiento de la
población hispana que, asegura, pone en riesgo la supervivencia de la identidad
cultural estadounidense.
Las características de los migrantes de hoy desafían patrones
tradicionales. Antes —siglo XIX y comienzos del XX— los que buscaban el mundo
exterior estaban entre aquellos mejor informados y mejor equipados para
sobrevivir en un medio nuevo. Los africanos que saltaron sobre los alambrados
en Melilla no están en la cima de esa hipotética pirámide de la migración.
Esta misma semana, junto con las imágenes desoladoras de
Melilla, se conoció el primer informe de la Comisión Global sobre Migración
Internacional que, hace dos años, creo la ONU. De las 33 recomendaciones del
grupo de 19 expertos, hay una —quizá la más importante— que haría poner los
pelos de punta en la cabeza de Raspail y otros como él. Hay que promover más
migraciones del mundo subdesarrollado al mundo rico, dijo. Es beneficioso para
ambos términos de la ecuación, afirmó.
El texto, sin embargo, tuvo ecos diferentes a los imaginados por
sus autores. En Inglaterra, por ejemplo, el hecho de que el informe revelara
que unos 100.000 inmigrantes no documentados arriban anualmente movió a la
oposición al gobierno —embarcado ya en una ofensiva jurídico-policial contra el
extranjero— a reclamar que se redoblen esfuerzos para detener la corriente.
Quizá el escenario que anticipó Raspail sea algo inevitable. Un
3% de la humanidad vive ya en un país diferente al de origen —el doble del hace
25 años— y el dinero que envía a los que quedaron atrás está calculado en unos
800.000 millones de dólares anuales, casi lo mismo que recibe el mundo
subdesarrollado como inversión directa.
La realidad plantea un interrogante extremo a la versión rosa en
la que están empecinados los profetas de la globalización. Hasta hora, ni
muestra los frutos de un derrame de la nueva riqueza. Ni reduce las asimetrías.
Ni aproxima a los distintos, apenas si los hacina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario