ALEGRÍA Y PAZ
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PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD |
En esta época del año se celebra el nacimiento del hombre
más grande de la historia. Para unos un Dios. O simplemente el Dios único. Para
otros un sabio, un santo, un héroe –como dijera Carlyle. Indiscutiblemente el
inspirador del más grande proceso civilizador jamás conocido por la humanidad.
Su intervención en la cultura, el pensamiento, acciones sociales, religión y espiritualidad,
ética, sentimientos profundos y finalmente con la esencia de la humanidad ha
sido una influencia sin parangón alguno con otro personaje histórico. Nuestro Occidente
es la historia orgullosa de lo griego, lo romano, el medioevo y el
cristianismo. Jesucristo es su mayor Rey.
Alejemos de
estas reflexiones a las tristes posiciones negativas y vamos a tomar un par de
ideas, adecuadas creo yo, al tiempo navideño: Alegría y Paz. Aun cuando ambos
términos ameritan una disquisición más amplia diré que la alegría es
consustancial al real espíritu del hombre cristiano, concepto que ha sido
anegado demasiado y por demasiado tiempo de una excesiva carga de tristeza.
Como veremos tristeza y alegría se expresan en lágrimas, son manifestaciones
correctas de un sentir que debe recordar al mayor sacrificio de la cruz –como un
ejemplo a seguir -, pero también la suprema gloria de la resurrección –como una
promesa de esperanza. Y la paz, en breve, es la lucha. No es paradoja el estar
de pie, portar en sí la resolución valerosa de hacer lo que se debe. Y todo por
Amor.
El pasado
domingo, tercero de adviento, el P. Ceriani, en uno de sus extraordinarios
sermones, citando en buena medida al P. Calmel, nos brindó un bello mensaje, al
que este servidor ha sintetizado así:
San Pablo nos exhorta
diciendo: Alegraos siempre en el Señor… No os inquietéis por
cosa alguna… Y entonces la paz de Dios custodiará vuestros
corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. El Dios de nuestra esperanza
os colme de toda suerte de gozo y de paz en vuestra creencia, para que crezca
vuestra esperanza siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo.
Todo esto nos lleva a meditar atentamente sobre la Alegría y
la Paz que trae la conmemoración de la Navidad, sobre la Alegría y
la Paz que aporta el pensamiento de la Parusía (segunda
venida de Dios, el Paráclito o consolador, regreso glorioso de Jesucristo). Y, en definitiva, reflexionar sobre
la Esperanza cristiana.
La noche de Navidad, dijo el Ángel a los pastores: ¡No
temáis! porque os anuncio una gran alegría que será para todo el
pueblo: Hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor. Y de repente vino a unirse al Ángel una multitud del ejército del
cielo, que se puso a alabar a Dios diciendo: Gloria a Dios en las
alturas, y en la tierra paz entre los hombres de buena
voluntad.
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Se comprende bien que el Adviento sea ante todo un tiempo de
alegría, precisamente porque en él se celebra el Advenimiento del Señor. Por eso es absolutamente falso decir, como lo hacen ciertas
explicaciones banales, que el Introito del III Domingo de Adviento, Alegraos
siempre en el Señor, es una excepción a la tristeza y penitencia general
de este período litúrgico. Incluso históricamente es errado considerar el
Adviento como un tiempo de tristeza y penitencia; en el siglo XII se celebraba
todavía como tiempo de alegría.
Así pues, el tercer Domingo,
lejos de constituir una excepción, corresponde a la misma alegría del conjunto
y constituye, por así decirlo, la cumbre.
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El Padre Calmel, en
cuanto a la alegría, nos dice que, en nuestro valle de lágrimas, la Alegría
que da Jesucristo es raramente brillante; pero que es una Alegría lo
suficientemente oculta, bien profunda, vivaz, para que nada ni nadie pueda
llegar hasta el fondo. ¿Por qué es así? Porque somos amados por
un Dios Salvador que, debido a su Pasión y a su Resurrección, seca la gran
fuente de la tristeza, es decir, el pecado.
A medida que los años pasan, hacemos la experiencia que hay en la
vida más tristezas que consolaciones, más decepciones que promesas mantenidas.
Nos damos cuenta que esta tierra es, no solamente un valle de lágrimas y lutos,
sino también, lo que es más lamentable, un lugar de escándalos y trampas. ¡Y bien!, para leer el Evangelio de la Alegría, no dejemos de lado
el recuerdo amargo de estas tristes comprobaciones; ya que es a hombres reales
que se anunció el Evangelio de la Alegría. Así pues, no vacilemos recordar todo
lo que la vida reserva de amargo y de pena. Pero tengamos este recuerdo en
Dios. Oigamos las voces negativas (es por otra
parte imposible no oírlas); pero, más allá de estas voces desastrosas,
escuchemos la voz saludable del Señor, y no nos perderemos.
No se trata de ignorar los discursos negativos de la humana
experiencia; se trata de oírlos permaneciendo ante el Señor; entonces dejarán
de ser negativos. Entonces, aunque la experiencia quiera convencernos de que no
se puede resistir a la vida y a sus escándalos, la presencia del Señor (que
tiene infinitamente más peso que esta experiencia) nos dará la certeza de que
podemos escapar a los escándalos, si tenemos buena voluntad. ¿Cómo hacer para
no abandonar nuestra alma a la tristeza? ¿Evitando ver lo que vemos, en
nosotros mismos y en torno nuestro, en la Iglesia y en la sociedad? En verdad,
para no abismarse en la tristeza y permanecer en la Alegría evangélica, no se
trata de evitar ver lo que es; sino de creer más allá de lo que se ve, y de
amar en consecuencia.
Pasando a la práctica, cita el Libro del Eclesiástico: No
dejes que la tristeza se apodere de tu alma, ni te aflijas a ti mismo con tus
pensamientos. La alegría del corazón es la vida del hombre, y un tesoro
inexhausto de santidad; el regocijo alarga la vida del hombre. Apiádate de tu
alma, agrada a Dios y sé continente; fija tu corazón en la santidad del Señor,
y arroja lejos de ti la tristeza, porque a muchos ha matado, y para nada es
buena (Ecle. 30:
22- 25).
Y se pregunta y responde; Si creo más allá de las realidades que
veo (y que existen ciertamente terribles), aparecen otras realidades que
existen infinitamente más inmediatas a mis ojos apaciguados: esas realidades
que manifiestan el Amor de nuestro Salvador y su victoria sobre el Príncipe de
este mundo y sobre los escándalos de la vida. Si creo más allá de lo que veo,
sé que, dentro del tiempo invariable del pecado, el tiempo de la victoria ya
comenzó; y el tiempo del pecado se suprimirá definitivamente cuando Jesús se
haya convertido todo en todos.
Lo propio de la Alegría evangélica es no ser incompatible con la
tristeza, el abatimiento o la desolación; es ser posible y brillar aun en medio
de la tristeza misma, del abatimiento y de la desolación. Esta Alegría no se presenta nunca con un carácter indiscreto o
estridente, negador de la humilde realidad humana. Ésta es una realidad de
amor, de dolor y de trabajo; pero, más profundamente aún, y en su fuente más
oculta, es una realidad religiosa; y de la religión de Jesucristo, victorioso
del diablo y la muerte.
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Respecto a la Paz, el
Padre Calmel nos enseña que, según la doctrina cristiana, ella a la vez
extremadamente simple y elevada; y se resume en estas dos proposiciones del
Señor: Os doy la Paz. No os la doy como la da el mundo. Es decir, existe una Paz verdadera para los hombres fieles al
Señor Jesús: esta Paz no es la del mundo. Y nos advierte que sobre este último
punto el Profeta Isaías ya había dicho que “no hay paz verdadera para
los impíos” (LVII, 21).
El mundo, la contra-iglesia, por la cual el Señor no rogó, tiene
ciertamente la pretensión de dispensar la Paz. El mundo pretende satisfacer y
colmar las aspiraciones de los hombres. En algunos casos es necesario convenir
que lo logra; pero es necesario constatar, al mismo tiempo, que es al precio
del sofocamiento de los deseos más profundos del alma, de las aspiraciones más
humanas del ser humano. Si el mundo consigue obtener para sus
adeptos la paz de un Infierno indoloro, es, sin embargo, y no
deja de ser un Infierno. Salvo que se conviertan, los mundanos conocerán, el
último día, que ya vivían efectivamente en el Infierno, y que el Infierno no
puede seguir siendo indoloro. Non est pax impiis.
La Paz que da Jesucristo es
una paz en el Amor y en la Cruz.
Es importante considerar que esta paz no se da nunca en la
facilidad, en la cobardía y en el egoísmo, hacia donde suspiran naturalmente
los pobres hombres. Los deseos naturales del hombre se vuelcan
hacia una paz y una felicidad que hacen abstracción del destino sobrenatural,
del estado de caída y de redención.
Los santos deseos de la gracia no pueden
volverse sino hacia una Paz y una Felicidad de gracia, una Paz y una Felicidad
que piden la purificación del alma por el amor, y a la unión al Salvador
Crucificado por amor, para la Redención del género humano. No es jamás en un sentido de facilidad, sino siempre en un sentido
de tensión, de Cruz, de Amor generoso; resumidamente, es en un sentido de
Iglesia militante, que es necesario escuchar la buena nueva de los Ángeles de
Belén: Paz a los
hombres de buena voluntad, y que es necesario pronunciar la
gran plegaria del Santo Sacrificio: Cordero de Dios que quitas los
pecados del mundo, danos la paz.
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Oración: Señor, danos la fuerza de permanecer fieles. Somos tan
impuros y tan pobres que esta fidelidad no es posible sin ser probados en el
interior por los sacrificios que pedirás de nosotros, sin ser afligidos afuera
por las pruebas que te agradará enviarnos. Señor, danos solamente, en el meollo
mismo de la lucha y del sufrimiento, el seguir siéndote fieles y el amarte. Nuestra cruz es indispensable
para cooperar a la Redención del mundo; danos solamente el no cansarnos de cooperar a esta
Redención; no dimitir
debido al cansancio y a los fracasos. Cordero de Dios, la Paz que te
pedimos es la de pobres pecadores que se saben tales y que aceptan las
consecuencias; débiles
discípulos que quieren, sin embargo, amarte, trabajar en tu obra, y que aceptan
poner el precio. Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, que lo
destruyes por tu Cruz, danos
tu Paz, que es una Paz crucificada.
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