Como muchos, siempre
hemos pensado análogamente al pensamiento de Olavo en relación a la juventud –tan
plena de gracias y ventajas, como de falencias y trampas –aunque desde hace
décadas, el endiosamiento que los medios (instigados por intereses muy
precisos, organizados en torno a una cultura disolvente de claro corte
revolucionario izquierdista) han realizado con nuestra Juventud ha hecho que
hasta los críticos moderados escaseen. Los políticos demagogos sólo los alaban
con la aviesa intención de manipularos o de rellenar a los contrarios de un
material noble y generoso pero todavía carente de mayor experiencia y criterio.
Aunque parezca opuesto, estas líneas están llenas de amor y respeto, aunque principalmente
para toda la sociedad.
El
imbécil juvenil
Olavo de Carvalho, (1947) nació en Campinas,
São Paulo. Es un periodista, filósofo, docente, escritor y conferencista
brasilero. Su trabajo se ha centrado en la emancipación del individuo de la
tiranía colectivista. Es uno de los pensadores antimarxistas más vigorosos de
la actualidad.
He creído ya en muchas mentiras, pero hay una
a la que siempre he sido inmune: la que exalta la juventud como una época de
rebeldía, de independencia, de amor a la libertad. No he dado crédito a esa
sandez ni siquiera cuando, siendo yo joven, me lisonjeaba. Todo lo contrario,
desde muy pronto me impresionaron enormemente, en la conducta de mis compañeros
de generación, el espíritu de rebaño, el temor al aislamiento, el servilismo a
la voz cantante, el ansia de sentirse iguales y aceptados por la mayoría cínica
y autoritaria, la disposición de rendirse a todo, de prostituirlo todo a cambio
de una insignificante plaza de neófito en el grupo de los “tíos guay”.
El joven, es cierto, se rebela muchas veces
contra sus padres y profesores, pero es porque sabe que en el fondo están de su
parte y jamás responderán a sus agresiones con fuerza total. La lucha contra
los padres es una comedia, un juego de naipes marcados en el que uno de los
contrincantes lucha por vencer y el otro por ayudarle a vencer.
Muy diferente es la situación del joven ante
los de su generación, que no tienen con él las condescendencias del
paternalismo. En vez de protegerle, esa masa ruidosa y cínica recibe al novato
con un desprecio y una hostilidad que le hacen ver, en seguida, la necesidad de
obedecer para no sucumbir. De sus compañeros de generación es de donde adquiere
la primera experiencia de enfrentamiento con el poder, sin la
mediación de esa diferencia de edad que da derecho a descuentos y atenuantes.
Es el reino de los más fuertes, de los más descarados, el que se afianza con
toda su crudeza sobre la fragilidad del recién llegado, imponiéndole pruebas y
exigencias antes de aceptarlo como miembro de la horda. A cuántos ritos, a
cuántos protocolos, a cuántas humillaciones se somete el postulante, para
escapar de la perspectiva aterradora del rechazo, del aislamiento. Para no ser
devuelto, impotente y humillado, a los brazos de su madre, tiene que aprobar un
examen que le exige menos valor que flexibilidad, que capacidad de amoldarse a
los caprichos de la mayoría – la supresión, en definitiva, de la personalidad.
Es cierto que se somete a eso con placer, con
el anhelo de un apasionado que hará de todo a cambio de una sonrisa
condescendiente. La masa de los compañeros de generación representa, en
resumidas cuentas, el mundo, el gran mundo en el que el adolescente, emergiendo
del pequeño mundo doméstico, pide la entrada. Y la entrada cuesta cara. El
candidato debe, en seguida, aprender todo un vocabulario de palabras, de
gestos, de miradas, todo un código de señas y símbolos: el mínimo fallo le
expone al ridículo, y la regla del juego es generalmente implícita, teniendo
que ser adivinada antes que conocida, copiada antes que adivinada. El modo de
aprendizaje es siempre la imitación – literal, servil y sin discusión. La entrada
en el mundo juvenil dispara a toda velocidad el motor de todos los desvaríos
humanos: el deseo mimético del que habla René Girard, en el
que el objeto no atrae por sus cualidades intrínsecas, sino por ser
simultáneamente deseado por otro, al que Girard llama el mediador.
No es de extrañar que el rito de entrada en el
grupo, al costar una inversión psicológica tan elevada, acabe por llevar al
joven a la completa exasperación impidiéndole, al mismo tiempo, descargar de
vuelta su resentimiento sobre el grupo mismo, objeto de amor que se oculta y
que por eso tiene el don de transfigurar cada impulso de rencor en un nueva
embestida amorosa. ¿Hacia dónde se revolverá, entonces, el rencor sino hacia la
dirección menos peligrosa? La familia surge como el chivo expiatorio
providencial de todos los fracasos del joven en su rito de transición. Si no
logra ser aceptado en el grupo, lo último que se le ocurrirá es achacar la
culpa de su situación a la fatuidad y al cinismo de quienes le rechazan. En una
cruel inversión, la culpa de sus humillaciones no será atribuida a los que se
niegan a aceptarlo como hombre, sino a los que lo aceptan como niño. La
familia, que le ha dado todo, pagará por las maldades de la horda que se lo
exige todo.
A eso es a lo que se reduce la famosa rebeldía
del adolescente: amor al más fuerte que le desprecia, desprecio al más débil
que le ama.
Todas las mutaciones se dan en la penumbra, en
la zona indistinta entre el ser y el no-ser: el joven, en tránsito entre lo que
dejó de ser y lo que no es todavía, es, por desgracia, inconsciente de sí
mismo, de su situación, de las autorías y de las culpas de cuanto pasa dentro y
alrededor de él. Sus juicios son casi siempre la completa inversión de la
realidad. Ése es el motivo por el que la juventud, desde que la cobardía de los
adultos le dio autoridad para mandar y desmandar, ha estado siempre a la
vanguardia de todos los errores y perversidades del siglo: nazismo, fascismo,
comunismo, sectas pseudo-religiosas, consumo de drogas. Son siempre los jóvenes
los que están un paso al frente en la dirección de lo peor.
Un mundo que confía su futuro al
discernimiento de los jóvenes es un mundo viejo y cansado, que ya no tiene
ningún futuro.
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