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Roberto López-Geissmann.

Aparte de mi familia y mis seres queridos, amo profundamente los paisajes, siendo para mi más valiosos que el oro –principalmente las vistas de lagos y montañas; la frescura, las cabañas de troncos; café, licorcito, pipa y un buen perro; la buena comida y los viajes. Así los libros, películas y el arte de la conversación.

Escribo novela y cuento; soy creativo. Estudié con los Maristas. He sido diplomático, asesor de seguridad, profesor universitario y periodista. Dos carreras universitarias. Me declaro en total orgullo y apoyo de la civilización occidental cristiana. Suelo estar por lo políticamente incorrecto, pero igual lo tradicional como sabiduría. Tengo la firme convicción de que la humanidad ha sido y está siendo atacada por ideas y personas malignas. Debemos protegernos.

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viernes, 8 de diciembre de 2017

LA JUVENTUD SOBREVALORADA


   Como muchos, siempre hemos pensado análogamente al pensamiento de Olavo en relación a la juventud –tan plena de gracias y ventajas, como de falencias y trampas –aunque desde hace décadas, el endiosamiento que los medios (instigados por intereses muy precisos, organizados en torno a una cultura disolvente de claro corte revolucionario izquierdista) han realizado con nuestra Juventud ha hecho que hasta los críticos moderados escaseen. Los políticos demagogos sólo los alaban con la aviesa intención de manipularos o de rellenar a los contrarios de un material noble y generoso pero todavía carente de mayor experiencia y criterio. Aunque parezca opuesto, estas líneas están llenas de amor y respeto, aunque principalmente para toda la sociedad.
 

El imbécil juvenil

Olavo de Carvalho Publicado en febrero 25, 2014

 

Olavo de Carvalho, (1947) nació en Campinas, São Paulo. Es un periodista, filósofo, docente, escritor y conferencista brasilero. Su trabajo se ha centrado en la emancipación del individuo de la tiranía colectivista. Es uno de los pensadores antimarxistas más vigorosos de la actualidad.

 

He creído ya en muchas mentiras, pero hay una a la que siempre he sido inmune: la que exalta la juventud como una época de rebeldía, de independencia, de amor a la libertad. No he dado crédito a esa sandez ni siquiera cuando, siendo yo joven, me lisonjeaba. Todo lo contrario, desde muy pronto me impresionaron enormemente, en la conducta de mis compañeros de generación, el espíritu de rebaño, el temor al aislamiento, el servilismo a la voz cantante, el ansia de sentirse iguales y aceptados por la mayoría cínica y autoritaria, la disposición de rendirse a todo, de prostituirlo todo a cambio de una insignificante plaza de neófito en el grupo de los “tíos guay”.
El joven, es cierto, se rebela muchas veces contra sus padres y profesores, pero es porque sabe que en el fondo están de su parte y jamás responderán a sus agresiones con fuerza total. La lucha contra los padres es una comedia, un juego de naipes marcados en el que uno de los contrincantes lucha por vencer y el otro por ayudarle a vencer.
Muy diferente es la situación del joven ante los de su generación, que no tienen con él las condescendencias del paternalismo. En vez de protegerle, esa masa ruidosa y cínica recibe al novato con un desprecio y una hostilidad que le hacen ver, en seguida, la necesidad de obedecer para no sucumbir. De sus compañeros de generación es de donde adquiere la primera experiencia de enfrentamiento con el poder, sin la mediación de esa diferencia de edad que da derecho a descuentos y atenuantes. Es el reino de los más fuertes, de los más descarados, el que se afianza con toda su crudeza sobre la fragilidad del recién llegado, imponiéndole pruebas y exigencias antes de aceptarlo como miembro de la horda. A cuántos ritos, a cuántos protocolos, a cuántas humillaciones se somete el postulante, para escapar de la perspectiva aterradora del rechazo, del aislamiento. Para no ser devuelto, impotente y humillado, a los brazos de su madre, tiene que aprobar un examen que le exige menos valor que flexibilidad, que capacidad de amoldarse a los caprichos de la mayoría – la supresión, en definitiva, de la personalidad.
Es cierto que se somete a eso con placer, con el anhelo de un apasionado que hará de todo a cambio de una sonrisa condescendiente. La masa de los compañeros de generación representa, en resumidas cuentas, el mundo, el gran mundo en el que el adolescente, emergiendo del pequeño mundo doméstico, pide la entrada. Y la entrada cuesta cara. El candidato debe, en seguida, aprender todo un vocabulario de palabras, de gestos, de miradas, todo un código de señas y símbolos: el mínimo fallo le expone al ridículo, y la regla del juego es generalmente implícita, teniendo que ser adivinada antes que conocida, copiada antes que adivinada. El modo de aprendizaje es siempre la imitación – literal, servil y sin discusión. La entrada en el mundo juvenil dispara a toda velocidad el motor de todos los desvaríos humanos: el deseo mimético del que habla René Girard, en el que el objeto no atrae por sus cualidades intrínsecas, sino por ser simultáneamente deseado por otro, al que Girard llama el mediador.
No es de extrañar que el rito de entrada en el grupo, al costar una inversión psicológica tan elevada, acabe por llevar al joven a la completa exasperación impidiéndole, al mismo tiempo, descargar de vuelta su resentimiento sobre el grupo mismo, objeto de amor que se oculta y que por eso tiene el don de transfigurar cada impulso de rencor en un nueva embestida amorosa. ¿Hacia dónde se revolverá, entonces, el rencor sino hacia la dirección menos peligrosa? La familia surge como el chivo expiatorio providencial de todos los fracasos del joven en su rito de transición. Si no logra ser aceptado en el grupo, lo último que se le ocurrirá es achacar la culpa de su situación a la fatuidad y al cinismo de quienes le rechazan. En una cruel inversión, la culpa de sus humillaciones no será atribuida a los que se niegan a aceptarlo como hombre, sino a los que lo aceptan como niño. La familia, que le ha dado todo, pagará por las maldades de la horda que se lo exige todo.
A eso es a lo que se reduce la famosa rebeldía del adolescente: amor al más fuerte que le desprecia, desprecio al más débil que le ama.
Todas las mutaciones se dan en la penumbra, en la zona indistinta entre el ser y el no-ser: el joven, en tránsito entre lo que dejó de ser y lo que no es todavía, es, por desgracia, inconsciente de sí mismo, de su situación, de las autorías y de las culpas de cuanto pasa dentro y alrededor de él. Sus juicios son casi siempre la completa inversión de la realidad. Ése es el motivo por el que la juventud, desde que la cobardía de los adultos le dio autoridad para mandar y desmandar, ha estado siempre a la vanguardia de todos los errores y perversidades del siglo: nazismo, fascismo, comunismo, sectas pseudo-religiosas, consumo de drogas. Son siempre los jóvenes los que están un paso al frente en la dirección de lo peor.
Un mundo que confía su futuro al discernimiento de los jóvenes es un mundo viejo y cansado, que ya no tiene ningún futuro.

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