¡BRINDEMOS, AMIGOS MÍOS!
Comencemos diciendo ¡SALUD! Lo haré yo con
mi amado whisky, bienvenido lo que
sea que eleven, pues lo importante es el buen deseo y la amistad.
Afirmo, con Alex Solar que “Nunca
he confiado demasiado en los abstemios. Tampoco en los borrachos estúpidos y
violentos, por supuesto. Me quedo con los innumerables amigos y conocidos con
quienes he bebido, por puro placer, en las tabernas del mundo.”
Este
escrito no es propiamente un elogio de la bebida y menos de la ebriedad, pero
quiere igualmente distanciarse de aquel sentimiento del fanático meapilas o de
la matrona amargada que quiere acercar a la iglesia -cualquier iglesia –al marido, para que se
aparte del vicio (como si fuera sucursal de los AA) y que a menudo no son sino
aburridos y represores personajes, que ellos provocan a sus gentes cercanas el
descontrol etílico.
Conozco a una señora que es incapaz de
deleitarse con una deliciosa repostería porque contiene en su relleno una leve
cantidad de alcohol y –manifiesta ella: -sería caer en la tentación y podría
afectarme físicamente (la anécdota es real). Pero dejando excentricidades, por
decirlo así, de lado, manifiesto acá el disgusto que se resiente –estoy seguro
de no ser el único en esto –cuando escuchamos las declaraciones solemnes y
hasta pomposas de “caballeros” a los que, cuando se les ofrece un trago, elevan
la voz y con orgullo digno de mayores hazañas expresan: -¡Yo no bebo! –como si
fuera una confesión de genialidad, combinada con la confirmación de ser un
santo o mártir, por la que debiéramos quedar anonadados. ¡Cuánta fatuidad y
cuánto orgullo! Una copa de aperitivo, un par de cervezas o vinos regando
comidas –piense en mariscos en especial –un digestivo o los cócteles preparados, sin mencionar las bebidas fuertes como mi favorito el whisky… negar
esta práctica no es sólo descender varios peldaños del proceso dilecto del
civilizado culto –y claro está que también el espíritu comunitario del bar
español, el bistró francés o el pub inglés (para sólo mencionar algunos) sino
perseguir una forma de alegría, el departir social en múltiples ambientes, el
que no es de por sí nefasto sino simpático y agradable. Hasta S. Juan Bosco,
aludiendo a tomar vino aguado dijo: “He renunciado al diablo, pero no a
sus pompas”. Aclaremos,
antes de continuar, nuestro punto.
Pues no se trata en absoluto de promover la
bebida sin control y el ambiente crapuloso, versión vulgar o señoritinga igual,
que lo acompaña y las trágicas consecuencias para el enfermo alcohólico (ente
real que nos merece compasión). No elogio la ebriedad –como sí lo hacen
cualquier número de escritores, que incluso dicen despreciar el equilibrio y
moderación –sino me adhiero al control de sí, que maneja con arte la ingesta de
bebidas espirituosas, aceptando eventualmente un sobrepase por medidas
especiales más allá del simple gusto. Por ello, cuando un hijo de vecino me
dice: -Yo no bebo -, en términos generales me da lástima, en el buen y
auténtico sentido, no con desprecio sino con sincero lamento de que el señor no
pueda gozar de ello porque, como dicen “se terminó su cuota”, pero cuidado
camaradas, porque pudiese ser que esa negativa sea completamente válida porque
se trate de alguien que padece de la “enfermedad de alcoholismo” (que es cosa
seria) y Dios nos guarde de inducirlo a recaer, lo que sería un acto
irreflexivo cuanto que no un acto vil. Respetos en fin al que no cae en
gazmoñerías ni mentecateces, pero cree él sinceramente en el hecho de la
abstención de la bebida “hasta con el mínimo piquete”. Sigamos adelante.
“Puedes beber en
cualquier sitio, pero no te escondas jamás. Si te escondes, serás como el muslo
de la mujer que no se quitó la camisa ni siquiera en la noche de boda. Serás
taimado, ciego y perverso… Di siempre: -Ahora me estoy tomando un vino. No
reniegues de ti mismo y entonces no habrá ya nada que pueda perjudicarte… Sobre
todo no reniegues del amor. Ni del vino”. Bela
Hamvas.
Confesaré un hecho que
acaso no sea tan “chic”, pero lo siento mucho es totalmente auténtico: prefiero
un mal whisky a un excelente vodka o cualquier otra bebida. Tomado del blog
(sintetizado) The art of manliness, sobre
mi querido Whisky:
“Beber
whisky escocés como debe ser es más que una satisfacción: es un brindis por la
civilización, un tributo a la continuidad de la cultura, un manifiesto a la
determinación del hombre para utilizar los recursos de la naturaleza para
refrescar su mente y cuerpo, disfrutando utilizar cada uno de los cinco
sentidos que le han sido otorgados.” -David Daiches.
No otro
espíritu ha sido asociado con la masculinidad como el whisky escocés. Ya sea el
golpe que te da al probarlo o el proceso del cual se saca de la cebada y el
agua, el whisky ha mantenido un lugar importante en la vida de muchos tipos de
hombre: desde reyes, creadores y hasta titanes de la industria. Lo que separa
el whisky escocés de otras bebidas alcohólicas no solo es su rica historia
(Para ser escocés, un whisky debe ser destilado y madurado en Escocia), sino
también lo que todos los hombres que lo beben tienen en común.
El hombre que bebe whisky escocés es usualmente
alguien que va por la vida, saboreando nuevos retos y realizando
descubrimientos todos los días. No se conforma con beber algo solo porque se
encuentra a su alcance. Pocos hombres beben whisky para embriagarse. Primero
que todo, es demasiado costoso, la botella más barata puede costar hasta 40
dólares. Pero la razón más importante, es que cada botella de whisky tiene
tanta historia, tradición y atención al detalle que los hombres que la beben no
solo están ingiriendo una bebida, también están participando en la celebración
de artesanía y los placeres más profundos que la vida puede ofrecer.
Convertirse en un consumidor de whisky escocés toma
algo de trabajo y madurez en la lengua. El joven que se aventura hacia su
primer rodeo con este elixir histórico suele sucumbir ante su potencia y
concentración de alcohol. Pero al regresar una segunda y tercera vez, empieza a
entender lo que hace al whisky atrayente y agradable. Al desarrollar un gusto
por el whisky, te estás embarcando en un viaje que durará toda la vida, que lo
llevará por las aguas cristalinas del río Spey, las verdes y hermosas tierras
altas, la Isla de Jura descrita por George Orwell como “un lugar difícil de
alcanzar” y varias partes de Escocia donde los destiladores gustan decir
que el whisky es “tan bueno como la vida solía ser”.
Para verdaderamente apreciar un whisky escocés, un
hombre debe comprender su rica historia y el proceso que transforma la cebada
ordinaria en una bebida sin igual.
“Considerar la
embriaguez como algo pecaminosamente malo en sí mismo es cosa propia de
comunidades frígidas y civilizaciones sin gracia. Otros pueblos, sin embargo,
ni siquiera han sospechado que los excesos de la bebida pudiesen despertar
virtuosos escándalos. Stevenson, por ejemplo, comenta que nunca le oyó proferir
a su abuela escocesa nada más duro contra el alcohol que esta sabia prevención:
"¡Cuidado con la bebida, hijos míos, porque puede llevar al vicio!".
Por supuesto que en todo caso la embriaguez, aun aceptada como algo
perfectamente natural y lícito, suele resultar ocasionalmente torpe, inconveniente,
sucia, fastidiosa, poco oportuna, ridícula, monótona, etc. ¿Pero no ocurre lo
mismo con el amor? ¿O con la sabiduría? ¿O incluso con la justicia? ¿Y no es
también cierto que amor, sabiduría o justicia pueden degenerar en vicio, con
repercusiones quizás aún más indeseables que las de la bebida?” Fernando Savater.
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