DERECHA TRADICIONAL Y DERECHA LIBERAL
En esta ocasión voy a presentar un trabajo de
orden complejo, en la medida en que, con base al artículo Militancia y deberes de caridad política», de José Miguel Gambra (datado el 3 de nov/2018) y comentarios,
consideraciones y consejos de Álvaro Tarfe y Bernard Beaumont (por separado),
he sintetizado de todos ellos y adicionado algún comentario personal –siempre
en color azul.
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Hay una radical incompatibilidad entre los
principios de la sociedad
tradicional y de la sociedad moderna en que se desarrolla nuestra
existencia.
La primera, producto de la
natural tendencia a vivir en comunidad que caracteriza al hombre, da por
sentado que esa inclinación ha de encaminarse al bien común y, en última
instancia a una perfección acorde con su naturaleza y su vocación
sobrenatural.
La segunda, por el contrario,
define al ser humano como si estuviera originariamente dotado de una libertad
absoluta, que le hace dueño de sí mismo y, de suyo, no le obliga a formar
parte de una sociedad, ni, caso de pactar su constitución, existe principio
alguno al que deban atenerse las cláusulas del contrato.
Y eso, desde la
época en que unos pocos hombres cimentaron sus bases teóricas ha crecido hasta
alcanzar, con la globalización, una dimensión completamente universal. En
principio la política moderna se escindió en dos concepciones enfrentadas,
aunque hija una de la otra: el liberalismo y el totalitarismo. Pero, a la
larga, ambas han venido a entenderse en estos tiempos y a contribuir, cada una
a su manera, al llamado nuevo orden mundial. Orden que visto desde el
pensamiento tradicional no es sino desorden, aunque internamente constituye un
todo lógicamente trabado que responde, en la totalidad de sus manifestaciones,
al único principio liberal. En su seno hay o se escenifican enfrentamientos en
lo que Juan Manuel de Prada
llama la “demogresca”, pero sus muchas secuelas políticas (legislación
antifamiliar, ferocidad capitalista, separatismo, agobiante estatismo, etc.)
responden todas ellas al mismo principio.
Para eliminar las barreras
sicológicas y las actitudes tanto tiempo implantadas por la acción liberal
socialista (como dos lados de una misma moneda) veremos los tres consejos de Bernard
Dumont, tomado de “Retour
politique des catholiques?”. Y los
10 mandamientos negativos que postula la “Declaración” de Álvaro Tarfe. De los tres se siguen los diez.
Primer consejo: La primera y más evidente recomendación consiste en mantener la coherencia. El enemigo es uno, pero sus
manifestaciones muchas y con frecuencia parecen contradictorias entre sí. Nada le viene mejor al enemigo
que tenernos corriendo de un lado a otro como les ocurre a quienes cada día
fijan su mirada en un enemigo diferente y, a tenor de las últimas
noticias, se apresuran a obrar, como si en él se hallara la fuente de todos los
males. La coherencia, enemiga de juicios fragmentarios que no dejan ver el
problema de fondo, impide que agotemos nuestras fuerzas en soluciones parciales
a tenor de los enfados momentáneos.
De ahí los seis
primeros mandamientos:
I. – Evitar el
activismo inmoderado, agotador e inútil, que es enemigo de la acción ordenada y sistemática.
II. – No dar
consejos que en realidad son órdenes, pues si no se siguen,
quienes los dan se desentienden de toda otra actividad. Siempre es de agradecer
la transmisión de información a veces
acompañada de la sugerencia de acciones posibles. Pero a sabiendas de
que los consejos son muchos y los medios son pocos.
III. – E
igualmente son de evitar las actitudes de los “moderaditos”, como
dice Tarfe. Desde su visión incoherente y parcial reducen el mal a un aspecto
de la modernidad y consideran que en todo lo demás se puede llegar a componendas con diálogo y buena
voluntad. De nada valen las actuaciones parciales ni las agrupaciones
políticas que se quedan a medias, en un imposible
intento de parchear lo completamente podrido. Al contrario, nada más
perjudicial que la selección de principios irrenunciables, las laicidades
positivas, los patriotismos democráticos, las democracias cristianas, los
movimientos apolíticos pro-familia o antiabortistas. Pues por dignas de
alabanzas que sean algunas de sus metas, nunca
pueden lograr sino éxitos fugaces y parciales que encubren los males en
detrimento de las soluciones definitivas y estables.
La única solución está en la lucha radical y sin
concesiones, lucha organizada y sistemática que supone una
organización política, con jefes e instancias inferiores, para obrar de manera
coordinada contra un enemigo de fuerza inmensa y férrea unidad de miras, a pesar
de sus aparentes disensiones.
IV. – No
propalar críticas por detrás, como hacen tantos que dedica todos
esfuerzos a buscar los defectos de la organización y de quienes la dirigen y a
divulgarlos por los medios internaúticos. Si se han de hacer correcciones
graves (que son las únicas que hay que hacer): por delante y en privado.
V. – No
dedicarse acciones individuales cada uno por su cuenta, que
imposibilitan la acción común.
VI. – No
dárselas de caudillos y andar buscando clientela personal hasta formar un
ejército de generales. Ser jefe o ser el último corneta tiene igual importancia
y mérito si bien se hace. Porque el jefe no es nada sin los soldados o sin el
corneta que transmite sus órdenes. Como dice Tarfe: nunca mal soldado fue buen
jefe. Hay que borrar de nuestra mente toda traza de esa moral hipócrita del éxito que, procedente del calvinismo,
fija toda su esperanza en agasajos y
aplausos.
Segundo consejo: vencer la timidez.
La simiente del liberalismo ha crecido hasta convertirse en un frondoso árbol y
cubrir con su sombra la casi totalidad del globo, oscureciendo la mente de
innumerables hombres que se disputan encarnizadamente los supuestos beneficios
de su venenosa savia. Pero para eso, hace falta que se venzan los complejos políticos;
y que, como es frecuente entre los tímidos, acaben por estallar hasta
amedrentar al enemigo. Las protestas temerosas, parciales, individuales y
anárquicas han de dejar paso a la proclamación
organizada y desinhibida de nuestra enmienda a la totalidad del proyecto
liberal.
Para ello dos
mandamientos más:
VII. – No buscar
excusas, pues no las hay. Cumplidas las obligaciones de estado,
todo el tiempo ha de dedicarse a la más encarnizada lucha contra un enemigo
cuya lucha solapada, peor que cualquier guerra abierta, no se conforma con nuestra sangre, sino con nuestra alma y la de nuestros
hijos.
VIII. – No
propagar el derrotismo, aunque dos veces al día veamos negro el futuro e inútil
nuestra acción. Porque no hay acción
buena inútil, aunque nosotros no veamos sus efectos.
IX. – No
quejarse. La vida del tradicionalista es dura y con escasas
compensaciones, pero la alegría de cada uno, aunque sea ficticia, sirve de
compensación a los demás.
Tercer consejo: vencer la
desmoralización La más importante de las exhortaciones, la que más incide
en nuestra patria, exige en que han caído tantas autoridades religiosas que, desde los tiempos del postconcilio, son
todo concesiones, todo peticiones de perdón por supuestos crímenes de
otros tiempos y, a fin de cuentas, todo peticiones de perdón sencillamente por
ser católicos. La inescrutable Providencia Divina ha permitido que la religión
Católica, que en tiempos de la Cristiandad fue, vocacional y realmente, el foco
más universal de unidad social y política que nunca ha existido, se vea
relegada a la más completa inoperancia. Y esa es la mayor causa de
desmoralización entre nosotros.
X. – No
confundir la piedad política con la piedad religiosa.
La Cristiandad se ha corrompido y está a punto de morir por
obra de la Revolución –decía Luis Hernando de Larramendi -mientras que la
Iglesia permanece la misma. Y, de manera igualmente lógica, colige que “hay una
política cristiana, del mismo espíritu forzosamente, pero de naturaleza distinta a la acción
de la Iglesia... que por naturaleza la vida política tiene leyes, formas
sustanciales e instrumentos insustituibles, constantes e inviolables bajo pena
de perturbación y disolución social”.
Sus palabras
proféticas hoy se han sustanciado en la penetración del liberalismo católico, o del modernismo, en la mente de
innumerables eclesiásticos desde el Vaticano II, pues, para muchos, suprimió la
autoridad en que se apoyaba la mentalidad común del tradicionalismo político y
de la sociedad cristiana, sin que sus ambigüedades, concesiones y silencios
hayan frenado la deriva laicista y anticatólica de los estados modernos. Pero
la cuestión religiosa no está en manos de los laicos resolverla.
De ahí ha resultado una sociedad
deshumanizada que somete al ciudadano a poderes inmensos que, lejos de
perfeccionarle, le esclavizan exterior e interiormente hasta límites nunca
conocidos. Poderes inevitablemente asumidos por castas, mafias u oligarquías de
hombres sin escrúpulos que, so capa de redención, no han hecho más que
enseñorearse sobre sus semejantes,
haciéndoles creer en utopías que ellos no creen y haciéndoles querer lo que
ellos sí quieren
Finalizo adicionando los diez puntos que
Lenin estableció en 1913:
1. Corrompa
a la juventud y dele libertad sexual.
2. Infiltre y después controle todos los medios de comunicación
de masas
3. Divida
a la población en grupos antagónicos, incitando las discusiones sobre
asuntos sociales.
4. Destruya
la confianza del pueblo en sus líderes.
5. Hable
siempre sobre Democracia y Estado de Derecho, pero, en cuanto se
presente la oportunidad, asuma el Poder sin ningún escrúpulo.
6. Colabore con el vaciamiento de los dineros
públicos; desacredite la
imagen del País, especialmente en el exterior y provoque el pánico y el
desasosiego en la población por medio de la inflación.
7. Promueva
huelgas, aunque sean ilegales, en las industrias vitales del
País.
8. Promueva
disturbios y contribuya para que las autoridades constituidas no las
repriman.
9. Contribuya
a destruir los valores morales, la honestidad y
la creencia en las promesas de los gobernantes. Nuestros parlamentarios
infiltrados en los partidos democráticos deben acusar a los no comunistas,
obligándolos, so pena de exponerlos al ridículo, a votar solamente lo que sea
de interés de la causa socialista.
10. Registre
a todos aquellos que posean armas de fuego, para que sean confiscadas
en el momento oportuno, haciendo imposible cualquier resistencia a la
causa.
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