Pobre el que no ha amado la bandera de su estirpe.
Pobre el que no puede recordar el sacrificio de sus antepasados.
Pobre el que cree que su teoría puede reemplazar a su sangre.
Pobre el que espera un milagro de Dios.
Pobre el que no sabe el valor de la lealtad.
Pobre el que no busca sonidos de eternidad.
Pobre el que no siente arder el sol del lado de adentro de su pecho.
Pobre el que no reconoce el barco hundido, las espadas y los símbolos.
Pobre el que acepta la historia repetida en los libros de estudio.
Pobre el que no puede ver las formas de los dioses, y debe dormir bajo un dios concebido en el desierto.
Pobre el que ha olvidado los tiempos del hielo y de la piedra.
Pobre el que no ha velado las noches de enfermedad de sus abuelos.
Pobre el que no sueña con lobos ni con águilas las noches de luna llena.
Pobre el que no sabe que llegó hasta su sangre por un estrecho laberinto de milenios.
Pobre el que no reconoce las sincronías del destino.
Pobre el que no ha comprendido los tiempos heroicos del suicida y del héroe.
Pobre el que no sabe de qué está hecho el barro bajo sus pies.
Y bienaventurado el que reconoció en su vida el valor sagrado de la lealtad.
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