Así como el mes de enero pasado presentamos dos fragmentos de la obra del
gran Julius Evola, ahora hacemos lo propio con el otro gigante del pensamiento Tradicional, René Guenón, ya que ambos
encabezan esta corriente de pensamiento integral, al que se suman otros -contados eso sí –los cuales junto a los
maestros italiano y francés, son la esencia de esta filosofía primordial que
abarca todo el ser y hacer del hombre. Acá se presenta la definición de lo que
es Tradicionalismo para Guenón. Tomado del capítulo XXXI de “El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos”.
Hablando
propiamente, la falsificación de todas las cosas, que es, como lo hemos dicho,
uno de los rasgos característicos de nuestra época, no es todavía la
subversión, pero contribuye bastante directamente a prepararla; lo que lo
muestra quizás mejor, es lo que se puede llamar la falsificación del lenguaje,
es decir, el empleo abusivo de algunas palabras desviadas de su verdadero
sentido, empleo que, en cierto modo, es impuesto por una sugestión constante
por parte de todos aquellos que, a un título o a otro, ejercen una influencia
cualquiera sobre la mentalidad pública. En eso ya no se trata solo de esa
degeneración a la que hemos hecho alusión más atrás, y por la que muchas
palabras han llegado a perder el sentido cualitativo que tenían en el origen,
para no guardar ya más que un sentido completamente cuantitativo; se trata más
bien de un «vuelco» por el que algunas palabras son aplicadas a cosas a las que
no convienen de ninguna manera, y que a veces son incluso opuestas a lo que
significan normalmente. Ante todo, en eso hay un síntoma evidente de la
confusión intelectual que reina por todas partes en el mundo actual; pero es
menester no olvidar que esta confusión misma es querida por lo que se oculta
detrás de toda la desviación moderna; esta reflexión se impone concretamente
cuando se ven surgir, desde diversos lados a la vez, tentativas de utilización
ilegítima de la idea misma de «tradición» por gentes que querrían asimilar
indebidamente lo que ésta implica a sus propias concepciones en un dominio
cualquiera.
Bien entendido, no se trata de sospechar de
la buena fe de los unos o de los otros, ya que, en muchos casos, puede muy bien
que no haya otra cosa que incomprensión pura y simple; la ignorancia de la
mayoría de nuestros contemporáneos al respecto de todo lo que posee un carácter
realmente tradicional es tan completa que ni siquiera hay lugar a sorprenderse
de ello; pero, al mismo tiempo, uno está forzado a reconocer también que esos
errores de interpretación y esas equivocaciones involuntarias sirven demasiado
bien a ciertos «planes» para que no esté permitido preguntarse si su difusión
creciente no será debida a alguna de esas «sugestiones» que dominan la
mentalidad moderna y que, precisamente, tienden siempre en el fondo a la
destrucción de todo lo que es tradición en el verdadero sentido de esta
palabra.
La mentalidad moderna misma, en todo lo que la
caracteriza específicamente como tal, no es en suma, lo repetimos todavía una
vez más (ya que son cosas sobre las que nunca se podría insistir demasiado),
más que el producto de una vasta sugestión colectiva, que, al ejercerse
continuamente en el curso de varios siglos, ha determinado la formación y el
desarrollo progresivo del espíritu antitradicional, en el que se resume en
definitiva todo el conjunto de los rasgos distintivos de esta mentalidad.
Pero,
por poderosa y por hábil que sea esta sugestión, puede llegar no obstante un
momento donde el estado de desorden y de desequilibrio que resulta de ella
devenga tan manifiesto que algunos ya no puedan dejar de apercibirse de él, y
entonces existe el riesgo de que produzca una «reacción» que comprometa ese
resultado mismo; parece efectivamente que hoy día las cosas estén justamente en
ese punto, y es destacable que este momento coincide precisamente, por una
suerte de «lógica inmanente», con aquel donde se termina la fase pura y
simplemente negativa de la desviación moderna, representada por la dominación
completa e incontestada de la mentalidad materialista. Es aquí donde interviene
eficazmente, para desviar esta «reacción» de la meta hacia la que tiende, la
falsificación de la idea tradicional, hecha posible por la ignorancia de la que
hemos hablado hace un momento, y que no es, ella misma, más que uno de los
efectos de la fase negativa: la idea misma de la tradición ha sido destruida
hasta tal punto que aquellos que aspiran a recuperarla no saben ya de qué lado
inclinarse, y no están sino enormemente dispuestos a aceptar todas las falsas
ideas que se les presentan en su lugar y bajo su nombre.
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ABRAHAM LINCOLN |
Esos se han dado cuenta, al menos hasta un
cierto punto, de que habían sido engañados por las sugestiones abiertamente
antitradicionales, y de que las creencias que se les habían impuesto así no
representaban más que error y decepción; ciertamente, se trata de algo en el
sentido de la «reacción» que acabamos de decir, pero, a pesar de todo, si las
cosas se quedan en eso, ningún resultado efectivo puede seguirse de ello. Uno
se apercibe bien de ello al leer los escritos, cada vez menos raros, donde se
encuentran las críticas más justas con respecto a la «civilización» actual,
pero donde, como ya lo decíamos precedentemente, los medios considerados para
remediar los males así denunciados tienen un carácter extrañamente
desproporcionado e insignificante, infantil incluso en cierto modo: proyectos
«escolares» o «académicos», se podría decir, pero nada más, y, sobre todo, nada
que dé testimonio del menor conocimiento de orden profundo. Es en esta etapa
donde el esfuerzo, por loable y por meritorio que sea, puede dejarse desviar
fácil mente hacia actividades que, a su manera y a pesar de algunas
apariencias, no harán más que contribuir finalmente a acrecentar todavía el
desorden y la confusión de esta «civilización» cuyo enderezamiento se considera
que deben operar.
Aquellos
de los que acabamos de hablar son los que se pueden calificar propiamente de
«tradicionalistas», es decir, aquellos que tienen solo una suerte de tendencia
o de aspiración hacia la tradición, sin ningún conocimiento real de ésta; se
puede medir por eso toda la distancia que separa el espíritu «tradicionalista»
del verdadero espíritu tradicional, que implica al contrario esencialmente un
tal conocimiento, y que no forma en cierto modo más que uno con este
conocimiento mismo. En suma, el «tradicionalista» no es y no puede ser más que
un simple «buscador», y es por eso por lo que está siempre en peligro de
extraviarse, puesto que no está en posesión de los principios que son los
únicos que le darían una dirección infalible; y ese peligro será naturalmente
tanto mayor cuanto que encontrará en su camino, como otras tantas emboscadas,
todas esas falsas ideas suscitadas por el poder de ilusión que tiene un interés
capital en impedirle llegar al verdadero término de su búsqueda. Es evidente,
en efecto, que ese poder no puede mantenerse y continuar ejerciendo su acción
sino a condición de que toda restauración de la idea tradicional sea hecha
imposible, y eso más que nunca en el momento donde se apresta a ir más lejos en
el sentido de la subversión, lo que constituye, como lo hemos explicado, la
segunda fase de esta acción.
Así pues, es tanto más importante para él
desviar las investigaciones que tienden hacia el conocimiento tradicional
cuanto que, por otra parte, estas investigaciones, al recaer sobre los orígenes
y las causas reales de la desviación moderna, serían susceptibles de desvelar
algo de su propia naturaleza y de sus medios de influencia; hay en eso, para
él, dos necesidades en cierto modo complementarias la una de la otra, y que, en
el fondo, se podrían considerar incluso como los dos aspectos positivo y
negativo de una misma exigencia fundamental de su dominación.
A un
grado o a otro, todos los empleos abusivos de la palabra «tradición» pueden
servir a este fin, comenzando por el más vulgar de todos, el que la hace
sinónimo de «costumbre» o de «uso», provocando con eso una confusión de la
tradición con las cosas más bajamente humanas y más completamente desprovistas
de todo sentido profundo. Pero hay otras deformaciones más sutiles, y por eso
mismo más peligrosas; por lo demás, todas tienen como carácter común hacer
descender la idea de tradición a un nivel puramente humano, mientras que, antes
al contrario, no hay y no puede haber nada verdaderamente tradicional que no
implique un elemento de orden suprahumano.
Ese es en efecto el punto esencial, el que
constituye en cierto modo la definición misma de la tradición y de todo lo que
se vincula a ella; y eso es también, bien entendido, lo que es menester impedir
reconocer a toda costa para mantener la mentalidad moderna en sus ilusiones, y
con mayor razón para darle todavía otras nuevas, que, muy lejos de concordar
con una restauración de lo suprahumano, deberán dirigir, al contrario, más
efectivamente esta mentalidad hacia las peores modalidades de lo infrahumano.
Por lo demás, para convencerse de la importancia que es dada a la negación de
lo suprahumano por los agentes conscientes e inconscientes de la desviación
moderna, no hay más que ver de qué modo todos los que pretenden hacerse los
«historiadores» de las religiones y de las otras formas de la tradición (que
confunden generalmente bajo el mismo nombre de «religiones») se obstinan en
explicarlas ante todo por factores exclusivamente humanos; poco importa que,
según las escuelas, esos factores sean psicológicos, sociales u otros, e
incluso la multiplicidad de las explicaciones así presentadas permite seducir
más fácilmente a un mayor número; lo que es constante, es la voluntad bien
decidida de reducirlo todo a lo humano y de no dejar subsistir nada que lo
rebase; y aquellos que creen en el valor de esta «crítica» destructiva están
desde entonces completamente dispuestos a confundir la tradición con no importa
qué, puesto que ya no hay en efecto, en la idea de ella que se les ha inculcado,
nada que pueda distinguirla realmente de lo que está desprovisto de todo
carácter tradicional.
Desde que todo lo que es de orden puramente
humano, por esta razón misma, no podría ser calificado legítimamente de
tradicional, no puede haber, por ejemplo, «tradición filosófica», ni «tradición
científica» en el sentido moderno y profano de esta palabra; y, bien entendido,
no puede haber tampoco «tradición política», al menos allí donde falta toda
organización social tradicional, lo que es el caso del mundo occidental actual.
No obstante, esas son algunas de las expresiones que se emplean corrientemente
hoy, y que constituyen otras tantas desnaturalizaciones de la idea de la
tradición; no hay que decir que, si los espíritus «tradicionalistas» de que hablábamos
precedentemente pueden ser llevados a dejarse desviar de su actividad hacia uno
u otro de estos dominios y a limitar a ellos todos sus esfuerzos, sus
aspiraciones se encontraran así «neutralizadas» y hechas perfectamente
inofensivas, ello, si es que no son utilizadas a veces, sin su conocimiento, en
un sentido completamente opuesto a sus intenciones.
Ocurre en efecto que se llega hasta aplicar
el nombre de «tradición» a cosas que por su naturaleza misma, son tan
claramente antitradicionales cómo es posible: es así como se habla de
«tradición humanista», o también, de «tradición nacional», cuando el
«humanismo» no es otra cosa que la negación misma de lo suprahumano, y cuando
la constitución de las «nacionalidades» ha sido el medio empleado para destruir
la organización social tradicional de la Edad Media. ¡No habría que
sorprenderse, en estas condiciones, si se llegara algún día a hablar también de
«tradición protestante», e incluso de «tradición laica» o de «tradición
revolucionaria», o, también, que los materialistas mismos acabaran por
proclamarse los defensores de una «tradición», aunque no fuera más que en
calidad de algo que pertenece ya en gran parte al pasado! Al grado de confusión
mental al que han llegado la gran mayoría de nuestros contemporáneos, las
asociaciones de palabras más manifiestamente contradictorias ya no tienen nada
que pueda hacerles retroceder, y ni siquiera darles simplemente que
reflexionar.
Esto
nos conduce directamente también a otra precisión importante: cuando algunos,
habiéndose apercibido del desorden moderno al constatar el grado demasiado
visible en el que está actualmente (sobre todo después de que el punto
correspondiente al máximo de «solidificación» ha sido rebasado), quieren
«reaccionar» de una manera o de otra, ¿no es el mejor medio de hacer ineficaz
esta necesidad de reacción orientarles hacia alguna de las etapas anteriores y
menos «avanzadas» de la misma desviación, donde este desorden no había devenido
todavía tan manifiesto y se presentaba, si se puede decir, bajo exteriores más
aceptables para quien no ha sido completamente cegado por ciertas sugestiones?
Todo «tradicionalista» de intención debe afirmarse normalmente «antimoderno»,
pero puede no estar por ello menos afectado, sin sospecharlo, por las ideas
modernas bajo alguna forma más o menos atenuada, y por eso mismo más
difícilmente discernible, pero que, no obstante, corresponden siempre de hecho
a una u otra de las etapas que estas ideas han recorrido en el curso de su
desarrollo; ninguna concesión, ni siquiera involuntaria o inconsciente, es
posible aquí, ya que, desde su punto de partida a su conclusión actual, e
incluso todavía más allá de ésta, todo se encadena inexorablemente.
A este propósito, agregaremos también esto:
el trabajo que tiene como meta impedir toda «reacción» que apunte más lejos de
un retorno a un desorden menor, disimulando el carácter de éste y haciéndole
pasar por el «orden», se junta muy exactamente con el que se lleva a cabo, por
otra parte, para hacer penetrar el espíritu moderno en el interior mismo de lo
que todavía puede subsistir, en Occidente, de las organizaciones tradicionales
de todo orden; el mismo efecto de «neutralización» de las fuerzas cuya oposición
se podría temer se obtiene igualmente en los dos casos. Ni siquiera es ya
suficiente hablar de «neutralización», ya que, de la lucha que debe tener lugar
inevitablemente entre elementos que se encuentran así reducidos, por así decir,
al mismo nivel y sobre el mismo terreno, y cuya hostilidad recíproca ya no
representa por eso mismo, en el fondo, más que la que puede existir entre
producciones diversas y aparentemente contrarias de la misma desviación
moderna, no podrá salir finalmente más que un nuevo acrecentamiento del
desorden y de la confusión, y eso no será todavía más que un paso más hacia la
disolución final.
Desde el punto de vista tradicional o incluso
simplemente «tradicionalista», entre todas las cosas más o menos incoherentes
que se agitan y entrechocan al presente, entre todos los «movimientos»
exteriores de cualquier género que sean, no hay pues que «tomar partido» de
ninguna manera, según la expresión empleada comúnmente, ya que sería ser
engañado, y, puesto que detrás de todo eso se ejercen en realidad las mismas
influencias, mezclarse a las luchas queridas y dirigidas invisiblemente por
ellas sería propiamente hacerles el juego; así pues, el solo hecho de «tomar
partido» en estas condiciones constituiría ya en definitiva, por inconscientemente
que fuera, una actitud verdaderamente antitradicional. No queremos hacer aquí
ninguna aplicación particular, pero debemos constatar al menos, de una manera
completamente general, que, en todo eso, los principios faltan igualmente por
todas partes, aunque, ciertamente, no se haya hablado nunca tanto de
«principios» como se habla hoy día desde todos los lados, aplicando casi
indistintamente esta designación a todo lo que menos la merece, y a veces
incluso a lo que implica al contrario la negación de todo verdadero principio;
y este otro abuso de una palabra es también muy significativo en cuanto a las
tendencias reales de esta falsificación del lenguaje de la que la desviación de
la palabra «tradición» nos ha proporcionado un ejemplo típico, ejemplo sobre el
que debíamos insistir más particularmente porque es el que está ligado más
directamente al tema de nuestro estudio, en tanto que la tradición debe dar una
visión de conjunto de las últimas fases del «descenso» cíclico.
En efecto, no podemos detenernos en el punto
que representa propiamente el apogeo del «reino de la cantidad», ya que lo que
le sigue se vincula muy estrechamente a lo que le precede como para poder ser
separado de ello de otro modo que de una manera completamente artificial; no hacemos
«abstracciones», lo que no es en suma más que otra forma de la «simplificación»
tan querida por la mentalidad moderna, sino que queremos considerar al
contrario, tanto como sea posible, la realidad tal cual es, sin recortar de
ella nada esencial para la comprensión de las condiciones de la época actual.