Regreso con Arcisterio, por gracia de Dios y
de los buenos médicos, ya convaleciente de una delicada operación. A su
consideración este breve ensayo de Chesterton. Sabroso para muchos y
representativo de su genialidad intelectual.
Detalle del tríptico del Jardín de
las delicias, de El Bosco, creador de desatinos próximos, en espíritu, a los
que defiende Chesterton porque sólo el desatino expresa lo maravilloso e
incomprensible del mundo.
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Gilbert Keith Chesterton (1874-1936): caldero de
nuevas intuiciones. Propiciador de fusiones. Por primera vez en la historia
literaria moderna, Chesterton unió la narrativa policial (iniciada por Egdar
Allan Poe) con la especulación teológica. Manifestación de esta síntesis es su
célebre saga del Padre Brown donde sobresale La cruz azul. Chesterton no
vaciló en meditar sobre el cristianismo en su biografía sobre Santo Tomás y su
obra Ortodoxia –que recomiendo enfáticamente -;
o en proclamar, a un mismo tiempo, la libertad de la imaginación que acepta la
realidad de elfos y hadas. También, el escritor londinense se complació en
fundir los ideales anarquistas con una teoría poética en El hombre que fue
jueves.
El ensayo olvidado que presentamos ahora
en Temakel –sitio del que proviene
esta introducción -, "La defensa del desatino", quizá podría
ser pensado como un antecedente del surrealismo
ávido de figuras extrañas y de realidades sembradas por las flores de la
imaginación y el sueño.
El desatino, en Chesterton, es
crisol donde se refunde el mundo. Pero
no para exhibir nuevas aleaciones, metales inéditos, desconocidos. Su propósito
es otro: mostrar la maravilla inaudita de lo que ya es como un árbol, una ola o
una nube; destacar los paisajes que siempre exudan asombro y enigma. El
desatino no es sólo un exabrupto, una dislocación momentánea de la maquinaria
bien aceitada del universo. El desatino revela otro universo donde no gobiernan
engranajes rígidos, previsibles, sino la llama que de continuo arde en cada
cosa. Realidad de sangre mágica. Por esto, la literatura del desatino (cuyo
inicio lo sitúa Chesterton en Edward Lear) revela una vasta concepción del
universo. No hay obra literaria de fuste que no contenga una cosmovisión.
En las manos del desatino quizá se
acomodan líneas. Líneas de la realidad que baila...
DEFENSA DEL DESATINO
Por
Gilbert Chesterton
Hay dos iguales y eternas maneras de mirar
este crepuscular mundo nuestro: podemos verlo como el crepúsculo de la tarde o
como el crepúsculo de la mañana; podemos pensar en cualquier cosa, hasta en una
bellota caída, como descendiente o como antecesor. Hay veces en que estamos
casi abrumados, no tanto con la carga de la maldad como con la de la bondad de
la humanidad, cuando sentimos que no somos más que los herederos de un
esplendor humillante. Pero hay otras ocasiones en que todo parece primitivo,
cuando las antiguas estrellas no son más que chispas salidas de una fogata de
muchacho, cuando toda la tierra parece tan joven y experimental que hasta el
pelo blanco del anciano, en la exquisita frase bíblica, es como almendros en flor,
como el albo espino dado en mayo. Que es bueno para un hombre comprender que él
es "el heredero de todo el pasado", suele decirse; punto menos
popular, pero de pareja importancia, es que a veces le resulta bueno comprender
que no es solamente antecesor, sino también antecesor de prístina antigüedad;
resultaba bueno para él preguntarse si no es acaso héroe, y experimentar
ennoblecedoras dudas sobre si no es acaso mito solar.
Los asuntos que más cabalmente evocan este sentido de la
perdurable infancia del mundo son los realmente nuevos, bruscos y originales de
cada edad; y si nos preguntasen cuál fue la mejor prueba de esta intrépida
juventud en el siglo XIX, diríamos, con el mayor respeto por sus portentosas
ciencia y filosofía, que ella habría de encontrarse en los versos de Mr. Edward
Lear en la literatura del desatino. El dong de nariz luminosa, por
menos, es original, como fueron originales el primer buque y el primer arado.
Es verdad en cierto sentido que algunos de los más grandes
escritores que el mundo ha visto -Aristófanes, Rabelais y Sterne- han escrito
desatinos; pero, a menos que nos equivoquemos, es en sentido muy diferente.
El desatino de esos hombres
era satírico, es decir, simbólico; una especie de exuberante cabrioleo
alrededor de una verdad descubierta. Existe la mayor diferencia del mundo entre
el instinto de la sátira, que, viendo en los mostachos del káiser algo típico
de él, se los dibuja cada vez más grandes, y el instinto del desatino, el cual,
por ninguna razón absolutamente, imagina cómo le quedarían esos mostachos al
actual arzobispo de Canterbury si se los dejara en un acceso de abstracción.
Nos inclinamos a pensar que ninguna edad que no fuera la nuestra podría haber
comprendido que el Quangle-Wangle no significaba absolutamente nada, y
que las Tierras de los Bollitos no estaban en ninguna parte. Nos imaginamos que
si la narración del juicio de la Sota en Alicia en el país de las maravillas
se hubiera publicado en el siglo XVII, habríase igualado al Juicio del fiel de Bunyan,
como parodia de las persecuciones del Estado en esa época. Nos imaginamos que
si El dong de la nariz luminosa hubiera aparecido en el mismo periodo,
todos la habrían supuesto una insípida sátira sobre Oliverio Cromwell.
Es del todo deliberado que citemos
principalmente los Versos desatinados de Mr. Lear. A nuestro
parecer Mr Lear es cronológica y esencialmente el padre del desatino; lo
consideramos superior a Lewis Carroll. En un sentido, por cierto, Lewis Carroll
lleva gran ventaja. Nosotros sabemos qué era Lewis Carroll en la vida
cotidiana: un caballero singularmente serio y convencional, universalmente
respetado, pero con mucho de pedante y algo de filisteo. Así, su extraña doble
vida en la tierra y en la región de los sueños acentúa la idea que está en el
fondo del desatino: la idea de evasión, de evasión hacia un mundo donde las
cosas no se hallan horriblemente fijadas en una eterna justeza, donde los
perales dan manzanas y cualquier hombre raro con que uno se cruce puede tener
tres piernas. Lewis Carroll, viviendo una vida en la cual habría tronado
moralmente contra cualquiera que caminara sobre la parcela de hierba que no le
correspondía, y otra vida en la cual habría llamado con alegría verde al sol y
azul a la luna, era, por su misma índole dividida, con un pie en cada uno de
los dos mundos, un tipo perfecto de la posición del desatino moderno. Su país
de las maravillas es una región poblada por matemáticos locos. Sentimos que
todo es evasión hacia un mundo de mascarada; sentimos que si pudiéramos
penetrar sus disfraces, habríamos de descubrir que Humpty Dumpty y la Liebre de
Marzo eran profesores y doctores en teología disfrutando de un feriado mental.
Este sentido de la evasión resulta sin duda menos enfático en Edward Lear, a
causa de lo completo de su ciudadanía en el mundo de la sinrazón. No conocemos
su prosaica biografía como conocemos la de Lewis Carroll. Lo aceptamos como
figura puramente fabulosa, según la descripción que hace de sí:
Su cuerpo es perfectamente esférico y lleva un
sombrero de tres cuernos.
Mientras que el país de las
maravillas de Lewis Carroll es puramente intelectual, Lear introduce otro
elemento del todo diferente: el elemento de lo poético y hasta emocional.
Carroll trabaja con la razón pura, pero éste no es contraste tan fuerte; porque
después de todo, la humanidad en general, siempre ha considerado la razón como
un poco de chanza. Lear introduce sus palabras faltas de sentido y sus
criaturas amorfas no con la pompa de la razón, sino con el romántico preludio
de ricos matices y obsesionantes ritmos.
Lejanas y escasas, lejanas y escasas,
son las tierras donde moran los
jumblies,
Es un tipo de poesía por entero
diferente al exhibido en Jabberwocky. Carroll, con sentido de pulcritud
matemática, hace de todo su poema un mosaico de palabras nuevas y misteriosas.
Pero Edward Lear, con sutil y plácida desfachatez, está siempre
introduciendo migajas de su dialecto de duendes en medio de relatos simples y
racionales, hasta que quedamos poco menos que pasmados al comprobar que sabemos
su significado. Hay un genial campanilleo de sentido común en versos como
éstos:
Porque su tía Johiska decía:
"Todos saben
que es mejor un Pobble cuando le
faltan
los dedos de los pies..
Lo cual está más allá del alcance
de Carroll. El poeta parece tan natural en el asunto, que casi nos mueve a
pretender que comprendemos lo que quiere decir, que conocemos las peculiares
dificultades de un Pobble, que viajamos hace tanto tiempo como él por la
"llanura grombooliana".
Nuestra pretensión de que el desatino es una nueva
literatura (casi podríamos decir un nuevo sentido) sería por
completo-indefendible si el desatino no fuese nada más que simple capricho
estético. Nada sublimemente artístico ha surgido nunca del mero arte, nada más
que algo en esencia racional ha surgido nunca de la pura razón. Siempre debe
haber un rico terreno moral para cualquier gran producción estética. El
principio del arte por el arte es muy buen principio si significa que existe
una vital diferencia entre la tierra y el árbol que tiene sus raíces en la
tierra; pero es muy mal principio si significa que el árbol puede crecer
también con las raíces en el aire. Toda gran literatura ha sido siempre
alegórica de una visión del universo entero. La Iliada es grande
sólo porque toda la vida es un combate, la Odisea porque la vida es un
viaje, el Libro de Job porque toda la vida es un enigma. Existe una
actitud en la cual pensamos que toda la existencia podría resumirse en la
palabra espectros; otra, algo mejor, en la cual pensamos que se resume
en las palabras sueño de una noche de verano. Hasta el melodrama o novela
policial más vulgares pueden ser buenos si expresan algo del goce que se siente
al pensar en posibilidades siniestras: el saludable anhelo de oscuridad y
terror que puede invadirnos cualquier noche al caminar por una calle oscura.
Por ello, si el desatino va a ser realmente la literatura del futuro, tiene que
ofrecer su versión propia del cosmos; el mundo no debe ser sólo lo trágico, lo
romántico, lo religioso, debe ser también lo desatinado. Y aquí nos imaginamos
que el desatino, de modo sumamente inesperado, vendrá en ayuda de la visión
espiritual de las cosas. La religión ha estado tratando, por espacio de siglos,
de hacer que los hombres se regocijen en las maravillas de la creación;
pero ha olvidado que una cosa no puede ser por completo maravillosa en tanto
que continúe siendo lógica. Mientras consideremos un árbol como cosa obvia,
natural y razonablemente creada para alimentar a una jirafa, no podemos
maravillarnos cabalmente de él. Cuando lo consideramos como prodigiosa ola de
la tierra viviente, que se alarga hacia los cielos sin ninguna razón
particular, sólo entonces nos quitamos el sombrero, para asombro del guardián
del parque. Todo tiene en realidad otra cara para él, como la luna, hada
madrina del desatino. Visto desde otro lado, un pájaro es flor desprendida de
la cadena de su tallo; un hombre es cuadrúpedo mendigando sobre sus patas
traseras; una casa es sombrero gigantesco para proteger a un hombre del sol;
una silla es aparato de cuatro piernas de madera para un tullido que sólo
cuenta con dos.
Esta es la faz de las cosas que
tiende más realmente al asombro espiritual. Es significativo que en el más
grande poema religioso que se ha creado, el Libro de Job, él argumento
que convence al infiel no sea (como lo ha representado el fariseísmo meramente
racional del siglo XVIII) un cuadro de la ordenada caridad de la creación;
sino, por el contrario, un cuadro de su enorme e indescifrable falta de razón.
"¿Tú has hecho llover sobre el desierto donde no hay hombres?" Esta
simple sensación de maravilla ante las formas de las cosas, y ante su
exuberante independencia de nuestras normas intelectuales y de nuestras
triviales definiciones, es la base de la espiritualidad, y también del
desatino. Desatino y fe (por extraña que pueda parecer la conjunción) son las
dos aseveraciones simbólicas de la verdad de que sondear el alma de las cosas
con un silogismo es tan imposible como sondear a nuestro Leviatán con un
anzuelo. La bien intencionada persona que, por el mero estudio del lado lógico
de las cosas, ha decidido que "la fe es desatino", no sabe con qué
precisión habla; más tarde puede volver a él bajo la forma de que el desatino
es fe.
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