ES LA GUERRA SANTA, IDIOTAS
Este artículo de ARTURO PÉREZ-REVERTE se publicó en el semanal xl el 16 de agosto de 2014, por su
candente actualidad se ha vuelto a reproducir el 18 de los corrientes.
Cuando nos referimos a “romanos” implicamos el resultado final
de una civilización –la occidental –que es la joya mayor de las culturas que
han existido en la historia. Sus principios fundamentales, tanto de antes como
de ahora, son la luz que ilumina el sendero de esperanza para todos los hombres
puesto que, con su propio tono y talante, ha sabido esgrimir la libertad y
tolerancia que hacen posible una diversidad que es precisamente un logro
esencial de su cultura.
Ahora bien, tomar el rábano por las hojas en
la medida que se tomase uno de los logros como el único y principal, doblegando
y pretendiendo subyugar paradójicamente, en un acto grosero y desagradecido, a
los principios civilizatorios mismos que lo han tolerado, usando la burda
fuerza, la amenaza y el insulto hasta el extremo del cinismo más chocante… no
son sino la muestra de hasta donde ha podido rebajarse el poder –espiritual,
mental y físico –de la gran civilización que está a punto de ser fagocitada por
unos bárbaros de grandes pretensiones y bajos instintos.
El momento dialéctico
está superado, la acción resuelta se impone. Si no se realiza pronto y
contundentemente sólo quedarán llantos y cenizas. Dejo ahora al lector con la prosa incomparable
de Pérez-Reverte. Las fotos, grabados y la frase rojo en cursiva (de Perez R.) las agregó este servidor.
Pinchos morunos y
cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor -treinta
años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y sonríe, amargo.
«No se dan cuenta,
esos idiotas -dice-. Es una guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera
guerra mundial, y no se dan cuenta».
Mi amigo sabe de
qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin
uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la
almohada.
«Es una guerra
-insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo
por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo».
Todo me es
familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los
turcos, Constantinopla y las Cruzadas.
Incluso desde las
Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los
imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador
Jomeini y sus ayatollás.
Inviernos que son
de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia,
conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en
frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo
administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos,
fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo,
entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el
siglo XVIII:
«Cuando los
hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».
Inviernos que son de
esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos
occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las
buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por
curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o
sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos
feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII:
«Cuando los hombres
creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».
Porque es la Yihad,
idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi
pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí Lo
sabe quién haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele
con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías
de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los
degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam,
de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles
para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá
Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles.
Lo sabe quien lea las
pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el
texto: «Degollad a quien insulte al Profeta».
Lo sabe quien vea la
pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino en
Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra
democracia».
La rebeldía es el único
refugio digno de la inteligencia frente a la imbecilidad
A Occidente, a Europa,
le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder
ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te
cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta.
Gozamos las ventajas
de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos,
en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró
cuando era joven y aún tenía fe.
Pero ahora los jóvenes
son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático
dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso.
En términos
históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es
vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y
tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su
sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra
arma en su guerra.
Trabajan con su dios
en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que
podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede
lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socio teológicas.
Creer que eso se soluciona negociando o mirando
a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean
Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una
guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente
de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En
el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual
no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las
ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.